Comentario
Sentada en la mesa durante la cena de Navidad, con el tenedor sobre una patata asada crujiente a la perfección, me encontré participando en un seminario improvisado sobre el curioso mundo de los «furries», cortesía de mis parientes adolescentes.
Estos proveedores de rarezas contemporáneas, de ojos brillantes, me contaron historias de la escuela de una ciudad satélite de Sydney, un verdadero hervidero de furry fandom. Había oído rumores de esta subcultura —informes aparentemente falsos de que se ofrecía arena para gatos en los colegios— pero hasta entonces no había llegado a comprender la profundidad y el fervor de este fenómeno.
Entonces, ¿qué son los «furries» en el paisaje dickensiano de las subculturas modernas?
El término se resiste a una definición única. Pero si le preguntáramos a Kathleen Gerbasi, doctora en psicología social de la Universidad de Rochester (Nueva York), un «furry» es una persona que se encuentra espiritualmente alineada con una especie animal específica, o que incluso adopta sus rasgos.
La doctora Gerbasi no es una mera observadora casual en la lucha furry; fue la mente pionera detrás de un artículo académico de 2008 que ahondaba en las complejidades de las «fursonas».
Esta revelación en la mesa, entre la salsera y la salsa de arándanos, me dejó perpleja y desconcertada, con un bocado de papa detenido en el aire mientras reflexionaba sobre las profundidades de la identidad y la expresión humanas.
A medida que me adentraba en este festín del absurdo, mis jóvenes informantes —llamémosles cariñosamente Hannah, Olivia e Izzy— me ofrecieron una narrativa mucho más peculiar que el concepto convencional de «furries».
En su jungla académica, floreció una raza peculiar: estudiantes que, en la naturaleza temprana de sexto a octavo grado, se vestían de personajes peludos con el fervor de un actor de Shakespeare en un espectáculo con las entradas agotadas.
Pero, al caer el telón del octavo grado, estos actores vestidos de peludos personajes parecieron desvanecerse en el aire.
¿Se habían retirado a ocupaciones más domésticas, como ronronear en el regazo de madres cariñosas o perfeccionar sus habilidades con el ratón?
El trío no lo sabe.
Dedicación al personaje
El aspecto realmente desconcertante, según me contaron mis serios narradores, era el inquebrantable compromiso de estos peludos con sus papeles.
Ni una sola vez se salieron del personaje en los sagrados pasillos de la escuela.
Dejaban de hablar para dar paso a maullidos y ladridos, y respondían a las preguntas de los maestros con un silencio estoico. Estos peludos aficionados, evitando la monótona vestimenta de los uniformes escolares, se adornaban con colas cosidas y diademas coronadas con orejas peludas.
Hannah contó una anécdota que rozaba lo kafkiano: un chico no furry de octavo grado se atrevió a ladrar a un furry y se encontró con la reprimenda del maestro, que le recordó con severidad que debía respetar la identidad felina del alumno.
«Los maestros les dejan hacer lo que quieren», comenta Olivia, mientras que Izzy añade que este fenómeno no es exclusivo de su colegio, aunque brilla por su ausencia en la educación privada de la ciudad donde están matriculadas las niñas.
Izzy contó un episodio surrealista sobre una niña que, encaramada a un árbol durante el almuerzo, se negó a bajar hasta la llegada del director. Al bajar, agitó los brazos como un pájaro y luego ladró: una crisis de identidad peluda, si alguna vez hubo una.
Según este trío de adolescentes, la jerarquía peluda de su colegio estaba dominada por gatos, perros y, curiosamente, loris.
Mientras digería este festín de lo bizarro, junto a mi impecable patata asada, me maravillé de la expresión adolescente en constante evolución, un mundo en el que las líneas entre lo humano y lo animal, la realidad y la fantasía, no solo se difuminaban, sino que se borraban con entusiasmo.
Está en todas partes
Este frenesí furry no es solo una moda australiana. Es una epidemia mundial que se extiende más rápido que un canguro sobre un tejado de zinc caliente.
Empezó en Estados Unidos, pero ahora hasta los británicos se sumaron.
The Sun publicó en sus páginas que el grupo británico «Safer Schools» (Escuelas más seguras) pidió a maestros y padres que estén atentos a los niños que se pasean como peludos.
¿El consejo? No te burles ni hagas un escándalo.
Para ellos es fácil decirlo: ¡no tienen a un niño disfrazado de gato ronroneando en la mesa del comedor!
Mientras tanto, en Wollongong, otra ciudad satélite a las afueras de Sídney, una escuela pública se convirtió en un auténtico zoológico.
Según reporta el Herald Sun, los niños se arrastran por las mesas, maúllan en manada y se acicalan unos a otros como si fuera un salón de belleza felino.
Ralph Babet, senador de la UAP, lanzó una advertencia en la red social X, apuntando que esto es lo que ocurre cuando la «izquierda radical» se desboca sin control.
Escribió: «¿Podemos poner fin a esta basura ya mismo? Vas a la escuela para aprender a leer, escribir y calcular».
Luego está Michael Carr-Greg, un psicólogo infantil que ya lo vio todo, excepto, al parecer, una abundancia de estos jóvenes vestidos de piel.
Según informa el Herald Sun, es un espectáculo poco común. Estos peludos, observa, llevan una vida bastante normal, aparte de algún maullido ocasional.
La gran pregunta, reflexiona, es si esto se trata de una nube pasajera o una tormenta completa de enfermedad mental.
El jurado aún no se pronunció, pero Carr-Greg tiene el ojo puesto en el impacto sobre la trifecta de la vida: amistades, escuela y familia. Si esto se ve enturbiado por el asunto de los peluches, entonces, y solo entonces, empieza a preocuparse.
Al conectar esta preocupación con el espectáculo cultural más amplio, es evidente que mientras expertos como Carr-Greg reflexionan sobre las ramificaciones psicológicas, el mundo en general lidia con sus propias percepciones y reacciones.
En este debate cada vez más disparatado, una cosa está clara: en el mundo de las fursonas, hay una jungla ahí fuera, y todo el mundo intenta encontrar su camino a pie, con patas o con garras.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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