Comentario
«Disfruten del fin de semana largo».
Así habló Kamala Harris, vicepresidenta de Estados Unidos, en la recta final del Día de la Recordación de 2021.
Como muchos comentaristas señalaron, no se sabe si ella tenía en mente el Día de la Recordación, porque su tuit no mencionaba el nombre de la celebración.
Para ella, se trata de otro fin de semana largo, otra oportunidad para que las ovejas pasten sin ser pastoreadas durante un día más a la espera de ser esquiladas.
Sin duda ella se estará arrepintiendo, o por lo menos lo hará el asesor peoque le sugirió que publicara el tuit, no por la omisión, sino por el pequeño retroceso en las relaciones públicas que provocó.
Las ovejas pueden ser dóciles, pero también son susceptibles e imprevisibles.
Probablemente nadie que se relacione con Harris piense alguna vez en el Día de la Recordación.
¿Por qué deberían hacerlo? Es una fiesta que conmemora algo que ellos desprecian —muchas cosas de hecho— por un lado, el espíritu de sacrificio personal y el deber, y del otro, el país por el que se hicieron tales esfuerzos.
Estoy seguro de que esta pequeña alteración de la narrativa será rápidamente digerida, disimulada y olvidada por la complaciente maquinaria mediática que rodea y protege a nuestra nomenclatura.
Harris dio un pequeño empujón a ese proyecto uno o dos días más tarde cuando, observando el descontento, posteó un tuit compensatorio que sí mencionaba la celebración.
Ese ruido que se oye es el sonido de los cínicos reaccionando a su segundo tuit.
En cualquier caso, el escándalo me hizo recordar una excursión familiar a Maryland durante el fin de semana del Día de la Recordación hace varios años.
Fuerte McHenry
Junto con mi mujer y mi hijo de cinco años, me detuve en el puerto de Baltimore para ver el Fuerte McHenry, el lugar donde se libró en septiembre de 1814, la Batalla de Baltimore, un episodio decisivo de la Guerra de 1812.
Era un glorioso día de primavera: el cielo era de un azul infinito salpicado por una flotilla de majestuosas nubes blancas.
Nuestra primera parada fue una dependencia moderna adyacente al fuerte del siglo XVIII.
Nos apiñamos con unos treinta alumnos del cuarto grado y sus profesores para ver un cortometraje en un pequeño teatro.
Entre otras cosas, aprendimos sobre los orígenes de la guerra, sobre cómo los británicos tomaron e incendiaron Washington, sobre cómo por fin un millar de efectivos estadounidenses bajo el mando de George Armistead en Fort McHenry defendieron con éxito su bastión contra el ataque naval británico, salvando Baltimore y cambiando las tendencias de la guerra.
Fue (como dijo el Duque de Wellington de Waterloo) «una maldita cosa bonita, la ejecución más cercana que uno jamás haya visto».
Los barcos británicos, anclados fuera del alcance de los cañones de Armistead, durante veinticinco horas machacaron el fuerte con fuego de mortero y cohetes Congreve.
Sentado en un barco de tregua detrás de la flota británica se encontraba un joven abogado y aficionado poeta estadounidense llamado Francis Scott Key. Él observó cómo se desataba la batalla cubriendo el cielo nocturno con ruidosas manifestaciones.
En algún momento antes del amanecer, el bombardeo cesó repentinamente. Key no estaba seguro del resultado de la batalla hasta que amaneció y vio la bandera estadounidense ondeando audazmente sobre Fort McHenry. (Cuando Armistead tomó el mando, pidió una bandera extragrande para que «los británicos no tuvieran problemas para verla desde la distancia»).
No habría rendición.
Los británicos abandonaron sus planes de invadir Baltimore. La guerra terminaría pronto.
En cuanto vio la Vieja Gloria (bandera estadounidense), Francis Scott Key empezó a garabatear en el reverso de una carta lo que sería «The Star-Spangled Banner» (La Bandera de las Estrellas). Lo terminó en un hotel de Baltimore uno o dos días después.
El poema fue un éxito inmediato y pronto se le puso música,»The Anacreontic Song» (La canción anacreóntica), una melodía inglesa del siglo XVIII que se tocaba cuando se bebía. Este se convirtió en el himno nacional oficial en 1931.
Al terminar la película, los altavoces empezaron a emitir los acordes de la canción, primero suavemente y luego cada vez más fuerte. Todos los presentes se pusieron de pie.
«Oh, digamos, ¿todavía ondea esa bandera con barras y estrellas
sobre la tierra de los libres y el hogar de los valientes».
Los escolares se pusieron de pie con reverencia, cada uno con su mano derecha sobre su corazón. Una cortina que llegaba hasta el suelo se retiró, inundando la sala de luz.
Allí estaba el Fuerte McHenry y allí, elevándose por encima, estaba la bandera estadounidense ondeando suavemente en la brisa. Con la posible excepción de nuestro hijo, que estaba ocupado atacando al enemigo con su F14 de juguete, no había ni un solo ojo seco de lágrimas en la sala.
Identidad estadounidense
Por supuesto, esa calculada pieza de teatro fue en parte un ejercicio de sentimentalismo. ¿Es eso algo malo? Puede que Wallace Stevens tuviera razón al afirmar que, en general, «el sentimentalismo es un fracaso de los sentimientos», un signo de emoción más bien falsa que real.
Sin embargo, hay lugar para la afirmación de un poco de sentimentalismo en la economía moral de nuestra sociedad.
Entre otras cosas, este proporciona un adhesivo emocional para nuestra identidad compartida como estadounidenses.
Hoy en día, quizás más que nunca, esa identidad necesita adhesivos. A medida que contemplamos en el siglo XXI las perspectivas de Estados Unidos y sus instituciones, no son solo las instituciones culturales y sociales particulares las que merecen ser examinadas.
Lo que podríamos llamar institución de la identidad estadounidense —lo que somos como pueblo— también requiere nuestra atención.
A menudo se dice que los atentados terroristas del 9/11 precipitaron una nueva determinación en toda la nación.
Hay algo de cierto en ello.
Ciertamente, la extraordinaria valentía de los bomberos y otros miembros del personal de rescate en Nueva York y Washington, D.C., proporcionó un espectáculo estimulante, como lo hizo Todd «Let’s roll» Beamer y sus compañeros de viaje en el vuelo 93 de United Airlines.
Tras enterarse por sus teléfonos móviles de lo ocurrido en el World Trade Center y el Pentágono, se precipitaron y dominaron a los terroristas que habían secuestrado su avión.
Como resultado, el avión se estrelló en una remota granja de Pensilvania en lugar de la Avenida Pensilvania. ¿Quién sabe cuántas vidas salvó su sacrificio?
Tras el 9/11, el sentimiento generalizado de indignación, de horror efervescente por la rabia, incrementado por la determinación, demostró un renovado sentido de propósito e identidad nacional.
Atacados, muchos estadounidenses de pronto (aunque temporalmente) redescubrieron la virtud del patriotismo. Al principio de su notable libro «Who Are We? The Challenges to America’s National Identity» (¿Quiénes somos? Los desafíos para la identidad nacional de Estados Unidos), el difunto Samuel Huntington habla de cierta manzana de Charles Street en Boston.
En una época, las banderas estadounidenses ondeaban frente a una oficina de correos y una tienda de licores.
En algún momento, la Oficina de Correos dejó de exhibir la bandera, así que el 11 de septiembre de 2001, la bandera ondeaba solo frente a la licorería.
En dos semanas, diecisiete banderas estadounidenses decoraban esa manzana de la calle Charles, además de una enorme bandera suspendida sobre la calle cercana.
«Con su país bajo ataque», señaló Huntington, «los habitantes de Charles Street redescubrieron su nación y se identificaron con ella».
¿Ese redescubrimiento fue algo más que una pasión momentánea? Huntington cuenta que, en pocos meses, las banderas de la calle Charles empezaron a desaparecer. Cuando llegó el primer aniversario, en septiembre de 2002, solo quedaban cuatro ondeando.
Lo cierto es que son cuatro más de las que había el 10 de septiembre de 2001, pero menos de una cuarta parte de las que poblaban la calle Charles a finales de septiembre de 2001.
Hay anécdotas similares en todo el país, un incremento de las banderas seguido de una recaída hacia la indiferencia.
¿Significa esto que el repentino auge del patriotismo en las semanas posteriores al 9/11 fue solo, por así decirlo, superficial?
¿O tal vez solo atestigua el hecho de que un sentimiento de emergencia permanente es difícil de mantener, especialmente en ausencia de nuevos ataques?
¿Solo es potente nuestra sensación de ser estadounidenses cuando se pone en tela de juicio? «¿Hace falta un Osama bin Laden (…) para que nos demos cuenta de que somos estadounidenses? Si no experimentamos ataques destructivos recurrentes, ¿volveremos a la fragmentación y al americanismo erosionado de antes del 11 de septiembre?»
Uno espera que la respuesta sea No.
Disolución cultural
Yo escribo en el Día de la Recordación de 2021, apenas unos meses antes del vigésimo aniversario del 9/11.
El comportamiento de esos escolares en Fort McHenry —comportamiento que fue, me alegra informar, tranquilamente alentado por sus maestros— sugiere que la respuesta no puede ser simplemente No.
Pero me temo que por cada niño en edad escolar que se pone en posición de firme para el Himno Nacional, hay un profesor o abogado o juez o político, un portavoz de Black Lives Matter, un empleado de la ACLU o un teórico de la teoría crítica de la raza que milita contra la «hegemonía de la cultura dominante», la insoportable intrusión en el plan de estudios de los valores blancos, cristianos y «eurocéntricos», el desfile escolar, el verde de la ciudad, etc., etc.
La demostración de carácter y determinación nacional tras el 11 de septiembre fue extraordinaria.
Sin embargo, no adquirió inmunidad frente al virus de la disolución cultural promovido por una élite más interesada en los imperativos del Proyecto 1619 —ahora incorporado a los planes de estudio de unas 4500 escuelas— que en las lecciones de 1776.
La verdad aleccionadora es que el despliegue de heroísmo y resolución nacional tras el 9/11 ha tenido poco o ningún efecto sobre las fuerzas que están detrás de la fragmentación y el «americanismo erosionado» al que se refiere Huntington.
Esas fuerzas no son fenómenos aislados; ni siquiera se limitan a Estados Unidos.
Al contrario, forman parte de una crisis global de la identidad nacional, coeficientes del súbito colapso en Occidente de la confianza en sí mismo, un colapso que se manifiesta en todo, desde el rápido descenso de las tasas de natalidad hasta el ataque a toda la idea del Estado-nación soberano.
Es difícil evitar pensar que un pueblo que ha perdido la voluntad de reproducirse o gobernarse a sí mismo es un pueblo en vías de destrucción.
Lo cual es una de las muchas razones por las que deberíamos mirar con recelo a la vicepresidenta de Estados Unidos diciéndonos que «disfrutemos del fin de semana largo» cuando debería haber rendido algún homenaje a los hombres y mujeres cuyo sacrificio hizo posible su pequeña burbuja de prósperos privilegios.
Roger Kimball es editor y redactor de The New Criterion y editor de Encounter Books. Su libro más reciente es «Who Rules? Sovereignty, Nationalism, and the Fate of Freedom in the 21st Century” (¿Quién gobierna? Soberanía, nacionalismo y destino de la libertad en el siglo XXI).
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente las de The Epoch Times.
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