La manifestación más grande en la historia de China tuvo lugar en Hong Kong hace unos días. Se estima que dos millones de personas salieron a la calle, es decir, más de la cuarta parte de los 7,3 millones de habitantes de la ciudad.
La magnitud del desafío planteado por Hong Kong fue impresionante. A modo de comparación, una manifestación similar en Estados Unidos tendría alrededor de 100 millones de manifestantes.
El detonante inmediato de las protestas fue una ley de extradición que, de aprobarse, pondría a todos los habitantes de Hong Kong –incluso a los pasajeros en tránsito en el aeropuerto internacional– en riesgo de ser deportados a China para ser juzgados en el sistema judicial controlado por los comunistas.
Pero no hay que equivocarse, el verdadero objetivo de la ira de Hong Kong es el Partido Comunista Chino (PCCh), que durante años estuvo reforzando los controles sobre una de las ciudades más cosmopolitas –y libres– del mundo. Y todos en China lo saben.
Cuando el régimen chino cambió unilateralmente el sistema electoral de la ciudad en 2014 para preseleccionar a los candidatos a Jefe Ejecutivo de Hong Kong, el pueblo salió a las calles en una protesta masiva llamada la Revolución de los Paraguas. Sin embargo los cambios se mantuvieron y la candidata favorita de Beijing, Carrie Lam, ganó como era de esperar.
El PCCh aumentó aún más la apuesta en 2017 al no respetar el Acuerdo Chino-Británico. El acuerdo original había “garantizado” que la ciudad gozaría de autonomía local bajo el principio de “un país, dos sistemas” hasta 2047. Pero cuando los hongkoneses se quejaron de la continua injerencia del PCCh en la política local, citando el Acuerdo Chino-Británico, un alto funcionario comunista desestimó sus quejas diciendo que el acuerdo solo tenía “valor histórico”.
Un acto aún más ilegal ocurrió poco tiempo después. Agentes chinos secuestraron en la calle a cinco libreros de Hong Kong y Cantón. ¿Su crimen? Estaban vendiendo –en Hong Kong– libros que habían sido prohibidos en China por no favorecer a Xi Jinping y al Partido Comunista Chino (PCCh).
Sin embargo, la vieja estrategia china de “matar a uno para advertir a cien” no funcionó tan bien en el pueblo libre de Hong Kong. El secuestro de hongkoneses en las calles de su propia ciudad reforzó su determinación a resistirse a cualquier otra usurpación de sus libertades prometidas. El proyecto del convenio de extradición habría hecho precisamente eso.
Los dos millones de manifestantes que salieron a las calles procedían de todos los sectores sociales, pero tienen una cosa en común. Casi todos son descendientes de los millones de chinos que huyeron del régimen comunista desde los años cuarenta en adelante por la seguridad relativa del dominio colonial británico. Prosperaron en el libre mercado de Hong Kong, gobernado sutilmente por funcionarios civiles que se adhirieron al Estado de derecho, en marcado contraste con el otro lado de la frontera, que estaba y está gobernado por una oligarquía comunista corrupta y un poder judicial igualmente corrupto.
Si el curso tomado por los hongkoneses es claro –se dan cuenta de que deben resistir a nuevas usurpaciones de sus derechos fundamentales por parte de China–, no está nada claro cómo responderá Xi –y algo debe responder.
Tras la partida de los británicos en 1997, Beijing trasladó todo un ejército a Hong Kong. Pero durante los últimos 20 años, estas tropas permanecieron dentro de sus cuarteles, sin ser llamadas ni una sola vez para hacer frente a los periódicos episodios de manifestaciones públicas generados por las acciones autoritarias de China.
Hong Kong en 2019 no es Beijing en 1989. En lugar de un pequeño contingente de periodistas extranjeros que podían ser intimidados y acorralados en un solo hotel, ahora hay cientos de reporteros que viven en una de las ciudades más cosmopolitas del planeta. Hay decenas, si no cientos, de miles de ciudadanos de Hong Kong que no dudarían en publicar en Internet cualquier atrocidad cometida por el PCCh.
Una masacre a la vista de todo el mundo sería una debacle de la que ni el PCCh ni Hong Kong se recuperarían.
La aplicación directa de la fuerza también se descarta en gran medida por otro factor. Casi toda la élite comunista corrupta estacionó en Hong Kong algunas de sus ganancias mal habidas, invirtiendo en bienes raíces o en el mercado de valores de allí. Para ellos, y para China en su conjunto, Hong Kong es la gallina de los huevos de oro.
Poner fin a la separación de Hong Kong, ya sea por una acción militar directa o por un estrangulamiento lento y continuo, en efecto mataría a la “gallina”. El papel de la ciudad como centro financiero regional llegaría a su fin abruptamente, las bolsas locales y los mercados inmobiliarios se derrumbarían, y Xi habría hecho que muchos miembros de la aristocracia comunista estuvieran aún más descontentos con su régimen de mano dura de lo que ya están.
Las manos de Xi están atadas ante este desafío, el cual arruina su reputación cada día que pasa. Si da la orden a la legislatura de Hong Kong que apruebe la ley de extradición, Hong Kong entrará en erupción nuevamente. Si le dice a Carrie Lam y a sus otros secuaces que retiren la ley, aparentará ser débil.
Sin buenas opciones, Xi solo puede mirar con impotente rabia mientras millones de sus súbditos votan en las calles no solo en contra de sus políticas, sino contra su continuo régimen.
Sus problemas actuales en Hong Kong se ven agravados en gran medida por el actual enfrentamiento arancelario con Estados Unidos. Aquí también Xi se enfrenta al dilema de la elección de Hobson.
Si acepta las demandas estadounidenses de comercio justo –lo que significa respetar los derechos de propiedad, el Estado de derecho y establecer un sistema judicial imparcial– eso debilita el control del Partido sobre la sociedad.
Si, por otro lado, se resiste a tales reformas, Trump sin duda cumplirá con su amenaza de aumentar los aranceles a todos los productos fabricados en China. Si esto sucede, entonces todo el sector de exportación de la economía china –el único sector que opera de acuerdo con los principios del mercado y que realmente genera ganancias– se desinflará a medida que las empresas trasladan sus fábricas a otros países para evitar los aranceles.
El costo de negarse a relajar el dominio absoluto del Partido sobre el poder traerá como resultado una economía china muy debilitada, que ya está mostrando serios signos de tensión.
Cualquiera que sea la decisión que tome Xi sobre Hong Kong o en las negociaciones comerciales con Trump, estará haciendo enemigos en un momento en el que apenas puede permitírselo. ¿Adoptarán los chinos de otras ciudades la causa de la libertad? Tal vez. Pero lo más probable es que haya un esfuerzo coordinado de otras facciones dentro del Partido para aprovechar la actual debilidad de Xi para reducir su influencia, si no destituirlo de su cargo.
Por muy tentador que sea sentarse y ver cómo se desarrolla esto en tiempo real, Estados Unidos debe permanecer alerta a otra posibilidad: que el PCCh, con el fin de distraer la atención de sus problemas internos, pueda decidir darle un golpe a la nariz de Estados Unidos. Esto podría tomar la forma de animar a ‘Little Rocket Man’ a hacer lo que mejor sabe hacer, es decir, disparar un misil balístico o dos. O podría implicar hundir unos cuantos pesqueros filipinos más en el Mar Meridional de China, desafiando a Estados Unidos a acudir en ayuda de su aliado en el tratado. O incluso podría, para silenciar a sus críticos, lanzar una invasión, o al menos un amague, a Taiwán.
Cualquiera que sea la acción que el PCCh decida emprender, no hay duda acerca de una cosa: ningún régimen comunista puede darse el lujo de dejar sin respuesta a un despliegue de desafío público tan grande e impresionante como el que los hongkoneses acaban de hacer. Especialmente cuando ocurre en un momento en que se cuestiona el liderazgo del PCCh en otras áreas.
Ya sea que para el PCCh signifique o no destruir a Hong Kong como un centro comercial vibrante y en gran medida libre, la tormenta perfecta que se avecina bien podría significar su propia destrucción política.
Steven W. Mosher es el presidente del Instituto de Investigación de la Población y autor de “El matón de Asia”: Por qué el sueño chino es la nueva amenaza para el orden mundial”.
Los puntos de vista expresados en este artículo son las opiniones del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de La Gran Época.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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