Hay problemas en Guatemala otra vez, aunque en realidad siempre ha habido problemas en Guatemala. Los manifestantes incendiaron el Congreso en la Ciudad de Guatemala en protesta por la aprobación de un proyecto de ley que recortaba la financiación de ayuda gubernamental a las familias con hambre, a la vez que se concedían más subvenciones para las comidas de los congresistas.
Esto me recordó el tiempo que estuve en Mogadiscio, Somalia, cuando el personal del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados se puso en huelga durante una epidemia de cólera debido a lo reducidas que eran las porciones en el comedor del personal (su otra queja era que el gobierno estaba tratando de obligarlos a cambiar sus francos suizos por chelines somalíes al tipo de cambio oficial, que era solo una fracción del precio del cambio del mercado negro).
Es cierto que las subvenciones adicionales para las comidas de los congresistas en Guatemala eran, tanto en sentido relativo como absoluto, una partida muy pequeña en el presupuesto del país, pero ¿cómo fue que los políticos profesionales no pudieron comprender su significado simbólico?
¿Es que alguna clase política pronto se encuentra tan aislada del resto de la población que deja de ser capaz de imaginar la respuesta a lo que hace? ¿O está tan confiada en sus poderes de represión que no le importa?
De todos modos, yo podría haber deseado, desde el punto de vista puramente estético, que los manifestantes hubieran tratado de quemar otros edificios de la ciudad de Guatemala en vez del Congreso, por ejemplo, las dos torres de hormigón de la fealdad netamente soviética que se ciernen sobre la catedral de allí.
Los manifestantes protestaban también por la corrupción del Congreso y seguramente uno puede imaginarse fácilmente el sumidero de corrupción (no solo financiera, sino moral e intelectual) que debió ser necesaria para que se otorgara el permiso para erigir estas monstruosidades. Habrían sido un objetivo digno de la ira popular.
Guerras civiles
Guatemala tiene un lugar especial en mi corazón porque a mediados de la década de los 80, estuve allí varios meses escribiendo un libro sobre las guerras civiles que entonces se desataron en el istmo centroamericano.
A diferencia de la mayoría de las personas que se interesaron por Centroamérica en ese momento, yo no favorecía las insurrecciones guerrilleras, que veía más como un producto de expansión de las universidades y la consecuente expansión del marxismo, en vez de un espontáneo descontento popular campesino, siendo esa la visión ortodoxa de la situación en ese momento (aunque había descontento y una buena razón para ello).
Una vez terminadas las guerras civiles y derrotadas las insurrecciones guerrilleras, la intelectualidad occidental perdió todo interés en Centroamérica porque ya no era una pantalla en la que proyectar sus fantasías de un futuro socialista feliz a la vuelta de la esquina.
Las repúblicas centroamericanas, a excepción de Costa Rica, retomaron su normalidad, es decir, políticas violentas y corruptas ambientadas en los paisajes más magníficos, llenos del color local.
Fue en El Salvador donde un campesino me dio una lección muy sucinta de filosofía política. «Sé —dijo— que las guerrillas tienen mejores hombres que el gobierno, pero aún así no quiero que ganen». Esto sugiere un nivel de sofisticación intelectual que muchas personas más educadas tendrían dificultades para alcanzar.
Yo tuve experiencias muy extrañas en Guatemala. Uno solo tenía que buscar los números de teléfono de exdictadores y generales acusados de violencia casi genocida y luego llamarlos para que le concedieran una entrevista. «Sí, venga mañana a las diez de la mañana», decían.
Ellos vivían en zonas de clase media alta, con gran comodidad, pero no en la grandeza faraónica. No hacían ningún esfuerzo por comprobar quién era yo, no exigían identificación y me dejaban entrar en sus casas sin ninguna medida de seguridad. Ningún expolítico prominente en ninguna gran democracia se comportaría con tal informalidad y falta de sospecha.
Entre ellos estaban los generales Ríos Montt y Benedicto Lucas García, ambos acusados de terribles abusos de los derechos humanos, incluso de asesinatos en masa. Ambos fueron encarcelados más tarde, el último de ellos de por vida. Ellos eran extremadamente afables y educados y Ríos Montt, que era un cristiano evangélico convencido, me dio un folleto religioso para leer.
¿Acaso fue la pequeñez del país lo que los hizo tan accesibles en comparación con los políticos democráticos de Occidente o fue su suprema confianza en sí mismos que, a pesar de su atroz reputación, no habían hecho nada malo, que sus fines (la derrota de la guerrilla) habría justificado sus medios (la matanza masiva)? Yo no lo sé.
Tratando de ser sabio
El hermano de Benedicto, el general Romeo Lucas García, fue objeto de uno de los mejores chistes políticos que he escuchado, él fue presidente de Guatemala durante cuatro años y tanto al ganar el poder como al perderlo, en ambos casos fue por medio de un golpe militar.
Romeo tenía la reputación de ser excepcionalmente estúpido e ignorante y, según el chiste, sabía que era estúpido e ignorante.
Él decidió tratar de ser sabio y comenzó a leer la Biblia. Sucedió que al día siguiente de haber leído la historia de Salomón y de las dos mujeres que reclamaban un bebé como suyo, dos campesinas se le acercaron reclamando un bebé como suyo.
Lucas García se dirigió a su ayudante de campo y le dijo: «Teniente, tráeme mi machete. Voy a cortar a este bebé en dos».
«Pero, mi general, ¡matará al bebé!’, le respondió el teniente.
«Ajá», exclamó Lucas García, dirigiéndose al teniente, «¡así que tú eres la madre!».
La venerable Universidad de San Carlos (la más antigua de Centroamérica) en aquellos días parecía una fábrica de propaganda revolucionaria y un campo de entrenamiento para guerrilleros. Era un horrible desastre físico, por supuesto (los jóvenes idealistas siempre están enredados, sus cabezas están demasiado llenas de ideales para después limpiarse de ellos mismos).
La universidad disfrutaba de un peculiar estatuto de autonomía: ningún agente de la ley del Estado debía entrar. Esta autonomía se mitigaba con la ejecución extrajudicial de los estudiantes una vez que salían del campus. Ese no me pareció un acuerdo muy satisfactorio.
Ahora que miro atrás, me pregunto si alguna versión templada y sin duda menos violenta de este acuerdo podría ser nuestro propio futuro: aunque me alegro de que, si lo es, no estaré para experimentarlo por mucho tiempo.
Theodore Dalrymple es un médico jubilado. Es editor colaborador del City Journal de Nueva York y autor de 30 libros, incluyendo «Life at the Bottom» (La vida en el fondo). Su último libro es «Embargo and Other Stories» (Embargo y otras historias).
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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