«Nunca sigas tu pasión», dice Mike Rowe. «Pero llévala siempre contigo».
Rowe, presentador de la serie «Dirty Jobs» —que recientemente regresó a la televisión-, es famoso por instar a los demás a buscar oportunidades en lugar de pasiones: «El hecho de que algo te apasione no significa que no vayas a ser un desastre en ello. Y que te hayas titulado en el ámbito que hayas elegido no significa que vayas a encontrar el ‘trabajo de tus sueños'».
En su página web —su biografía provoca risas y su carta de Eagle Scout, carcajadas— Rowe es la prueba viviente de su propio consejo. Quería dedicarse al comercio, como su abuelo, pero tenía poco talento natural, así que estudió ópera e interpretación y, literalmente, se abrió camino en el escenario y consiguió un puesto en el canal de compras QVC, además de muchos trabajos como independiente, antes de acabar creando y consiguiendo la serie «Dirty Jobs». En ningún momento siguió realmente sus pasiones, pero las llevaba en el bolsillo dondequiera que trabajara.
Podemos encontrar esta misma serie de acontecimientos en la vida de otras personas, algunas de ellas famosas. Las bajas calificaciones de George C. Marshall le impidieron ingresar en West Point. En su lugar, asistió al Instituto Militar de Virginia, donde se graduó entre los mejores de su clase. Tras ingresar en el Ejército, sus superiores pronto descubrieron que Marshall tenía un gran talento para la logística y la organización. A lo largo de su carrera, demostró su pasión por hacer las cosas bien, incluso en tareas que despertaban poco interés. Acabó como Jefe de Estado Mayor del Ejército durante la Segunda Guerra Mundial, hizo tanto o más que cualquier estadounidense para ganar esa guerra, puso en marcha la ayuda de posguerra para Europa que pronto se llamó Plan Marshall y ganó el Premio Nobel de la Paz. Su entusiasmo y su alto nivel de excelencia dieron a Marshall una bien merecida fama.
En un escenario menos famoso, conozco a un joven que es un poco como Rowe. Quería ser actor —tenía algunas aptitudes para la interpretación— pero cambió de rumbo en la universidad y trabajó para un político durante dos años después de graduarse. Luego se dedicó a la venta de software y destacó en esa empresa durante siete años, mientras invertía su dinero en casas y apartamentos de alquiler. Hoy, a los 34 años, es autónomo y tiene éxito, trabajando junto a su mujer y un amigo comprando, vendiendo y alquilando propiedades.
¿Seguía este empresario sus pasiones? No. Pero los trabajos que desempeñó le desarrollaron las aptitudes, sobre todo en el trato con la gente, que hoy le sirven para hacer negocios con cualquiera, desde banqueros a inquilinos.
¿Con qué nos quedamos?
En primer lugar, que debemos tener cuidado a la hora de aplastar los sueños de alguien, o de abandonar los nuestros, por imposibles que parezcan. La historia muestra demasiados hombres y mujeres que sí siguieron sus pasiones y alcanzaron sus metas, ganando éxito, fama y riqueza.
En cambio, son muchos más los que han fracasado. Cualquier profesor de instituto conoce probablemente a una docena de chicos que darían todo lo que tienen por practicar deportes profesionales, pero las probabilidades en su contra son abrumadoras. A estos estudiantes, Rowe les diría que lleven la pasión que sienten en el atletismo —ganar, darlo todo en un partido— a casi cualquier trabajo y amplíen sus posibilidades tanto de oportunidades como de una vida bien vivida.
La fórmula del éxito consiste, pues, en poner pasión en cada trabajo. Desarrollar nuestros talentos. Combinar ambas cosas sin perder de vista las oportunidades. Y si estos tres elementos se juntan y empiezan el mismo camino, hay que sujetarse, agarrarse fuerte y correr con ellos como si no existiera un mañana.
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