Querida siguiente generación: lecciones de vida que aprendí de los adolescentes

Por Romina Garcia
23 de marzo de 2021 5:35 PM Actualizado: 23 de marzo de 2021 5:35 PM

Me intrigan las cartas que los suscriptores escriben a la generación joven y me conmueven emotivamente muchas de ellas.

Durante medio siglo, ejercí la pediatría centrándome en los adolescentes y aprendí muchas lecciones de vida de ellos. Tantas, de hecho, que hoy quiero cambiar el: «Qué les diría a los jóvenes de hoy» por «Qué les diría a los jóvenes de hoy que aprendí de los jóvenes de ayer».

Las lecciones me las contaron los adolescentes. Solo cambié los nombres, aporté datos médicos y sociales para demostrar la verdad de las lecciones y las publiqué en un libro, Messengers in Denim:The Amazing Things Parents Can Learn From Teens (Mensajeros con mezclilla: las cosas asombrosas que los padres pueden aprender de los adolescentes»)

Desde entonces, me retiré de la pediatría y he pasado 10 años haciendo exámenes de calificación a los aspirantes al ejército. La mayoría de estos reclutas tienen entre 17 y 19 años, con algún joven ocasional de veintipocos años. Estos adolescentes, al igual que sus compañeros no militares, también me enseñaron algunas lecciones de vida importantes.

Así que, si me lo permiten, les contaré algunas historias reales y los dejaré considerar si son lecciones valiosas.

Nat, de 18 años, hijo de una madre soltera, se alistó en el ejército para escapar de una infancia abusiva. Fue golpeado por varios de los novios de su madre. Al parecer, cuando la mamá y el agresor del niño se enfrentaron al juez, éste le dijo que tenía que elegir entre su hijo y su novio. Ella respondió: «Me quedo con mi novio».

Así comenzó la experiencia de Nat entrando y saliendo de hogares de crianza. La madre pronto se convirtió en adicta y pasó varias temporadas en la cárcel, perdiendo cada vez la custodia de Nat, y regresaba con ella cuando salía en libertad. Ella estaba en la cárcel y él en un hogar de acogida cuando Nat se acercaba al final de su primer año de secundaria. EL chico se puso en contacto con su tío, que aceptó que Nat trabajara en su aserradero a cambio de alojamiento, comida y un pequeño sueldo. Ese verano, Nat ahorró lo suficiente para comprarse un «coche chatarra».

Cuando llegó el otoño, necesitaba terminar dos materias para graduarse de la secundaria, así que organizó su horario para asistir a la escuela, los martes y los jueves y poder graduarse con su clase. Como no podía trabajar a tiempo completo, su tío lo despidió.

Nat vivió en su coche y gastaba lo menos posible del dinero que había ahorrado. Los viernes tomaba suficiente comida de la cafetería de la escuela para pasar el fin de semana. A mitad de las vacaciones de Navidad, se quedó sin dinero y no pudo comer durante ese tiempo libre de la escuela. Una mañana, salió de su coche y se desmayó en la calle. Un transeúnte lo llevó al hospital y le dio agua y comida. Los servicios sociales pudieron contactar con su abuela, que aceptó quedarse con él hasta la graduación si prometía alistarse en el ejército entonces.

Le pregunté cómo se las había arreglado para sobrevivir a todos esos abusos.

«Soy un cristiano comprometido», respondió.

«¿En serio?» comenté. «Yo también lo soy, pero ¿cómo le ayudó eso?».

Su respuesta: «Jesús enseñó a perdonar».

Me quedé mudo y estoy seguro de que mi cara lo demostró.

«El perdón», continuó, «¡es la base de la humanidad! El hombre es el único ser que puede perdonar». Nat vivió esa verdad: ¡El perdón es la base de la humanidad!

***

James, un niño modelo, quería alistarse en el ejército para seguir la tradición familiar. Papá estuvo en la Tormenta del Desierto, el abuelo fue veterano de Vietnam y el bisabuelo sirvió en la Segunda Guerra Mundial.

Cuando terminamos la entrevista y el examen físico, me eché hacia atrás en la silla y pregunté: «James, ¿qué te ha hecho ser un joven tan sobresaliente cuando tantos hombres negros de nuestra nación de tu edad están en la cárcel? ¿Tienes alguna sugerencia que pueda ayudar a otros padres?».

James miró a lo lejos, pensó durante un largo minuto y dijo: «Cuando era pequeño, mi madre no me dejaba cruzar la calle, pero a mi primo, que vivía al otro lado de la calle y a un par de manzanas, sí. No me parecía justo, porque él era más joven que yo. Le pregunté a mamá y me dijo que se preocupaba demasiado por mí como para dejar que me pasara algo. Había una colina justo al final de la calle y le preocupaba que no pudiera ver los coches que venían».

Luego hizo una pausa aún más larga, miró por encima de mi cabeza y continuó: «No necesitas tener muchas cosas como computadoras o teléfonos móviles, lo único que necesitas es alguien que sepas que se preocupa por ti».

Estuve de acuerdo y me atreví a preguntar: «¿A qué se dedica tu primo ahora?».

James miró al suelo. «Está en la cárcel».

***

Joe era un muchacho admirable de 18 años. Tocaba la trompeta en la banda de música, jugaba al béisbol en el equipo universitario, tenía un promedio de 3.7, no fumaba ni bebía y tenía una actitud positiva con una cara sonriente que hacía juego con su personalidad.

Su padre estaba encarcelado por asesinato desde que Joe tenía 5 años. No tenía hermanos; perdió a su madre por un cáncer de mama cuando tenía 9 años, y vivió con la abuela hasta que ella murió justo después de su 15º cumpleaños, entonces se mudó a un apartamento y vivió «por su cuenta». Quería alistarse en la Marina porque pensaba que «necesitaba algo de disciplina».

Le pregunté cómo pudo alquilar un apartamento o firmar un contrato siendo aún menor de edad.

«Mi tío es médico quiropráctico y me ayudó. Me dijo que mientras no me metiera en problemas, podría vivir solo. Así que hice lo que debía y no hice lo que sabía que estaba mal.

«Le di mi palabra y él confió en mí».

¡Un hombre es tan bueno como su palabra!

***

Jason, también de 18 años, nació de una madre soltera y hasta los 4 o 5 años vivió donde su madre pudiera dejarlo por el día o la noche. Dijo que había sido un «niño muy malo» (¡quién podría culparlo!). Recibió asesoramiento por su «trastorno de conducta» y empezó a medicarse para el TDAH antes de empezar el colegio.

A los 5 años, su supuesto padre perdió la custodia y Jason fue adoptado por un exmarine, ahora policía, y su esposa. No creían en el asesoramiento ni en la medicación para el TDAH. Creían en una estructura estricta y en que las acciones tienen consecuencias. Bajo el cuidado de esta familia, el comportamiento de Jason cambió. Su TDAH disminuyó y se convirtió en un buen estudiante y un buen chico. Me dijo que su padre era el «mejor padre que cualquier niño podría tener».

Su padre marine y su esposa sabían que todo amor es un amor fuerte. Y que las acciones hablan más que las palabras.

***

El siguiente chico ya no es un adolescente, pero lo era cuando aprendió la lección que me enseñó.

Mike era un chico guapo de 26 años que quería alistarse en la Guardia Nacional. Pasó sus primeros 16 años en casas de acogida y afirmaba que cambiaba de casa «al menos dos veces al año». No lo sabía con seguridad, pero pensaba que había nacido en un hogar de acogida. Encontró un trabajo en una fábrica a los 16 años, se emancipó, dejó el hogar de acogida y abandonó los estudios cuando aún estaba en 9º curso. A los 18 años ya estaba metido en las drogas, se había vuelto alcohólico y había sido encarcelado dos veces.

Antes de cumplir 19 años, dejó embarazada a su novia, la hija de un predicador, se casó con la madre de su hijo y dio un giro a su vida. Como no tenía ni idea de quién era él, adoptó el nombre de su suegro. Dejó de beber y consumir drogas.

«Cuando nació mi hijo», dijo, «lo tuve en mis brazos y lo miré por todos lados. No podía creer que hubiera ayudado a crear un niño tan hermoso e indefenso. Sus ojos me miraban fijamente. Todo lo que podía pensar era que este bebé necesita un padre. Miré esos ojos y le dije que yo era su padre y le prometí que cuidaría de él. Y lo he hecho».

El bebé de Mike tenía 7 años cuando lo conocí; para entonces ya había obtenido el GED. La madre era ama de casa y tenía un nuevo bebé en camino. «¡Yo también me ocuparé de él!» expresó Mike.

Ojalá hubiera visto el brillo de su cara cuando me dio la mano para irse. «¡Mi mujer y mi bebé me han salvado la vida!», exclamó.

No pude evitar añadir: «El poeta dice que el niño es el padre del hombre».

«El mío seguro que lo es», dijo.

***

Un joven resumió la buena crianza en cuatro palabras. Estábamos hablando de su historia familiar cuando dijo: «Tengo el mejor padre del mundo. Siempre intento ser como él».

Lo dice un chico de 17 años.

Señaló un tatuaje en su bíceps, «De tal padre, tal hijo», y dijo: «¡Papá tiene uno igual!».

Esta dupla padre e hijo tenín un tatuaje que compartían, «De tal palo, tal astilla».

¡Papá era el hombre en el que quería que se convirtiera su hijo!

***

Cada día que trabajaba para el ejército, veía entre 10 y 15 jóvenes, y cada día veía al menos uno con la misma historia que Joe, Nat y Mike. Niños nacidos de madres solteras; niños cuyo «donante de esperma» se marchó y la madre trató de salir adelante por su cuenta; niños cuyos padres entraban y salían de la cárcel y dejaban a los niños en hogares de acogida; y niños que sufrían abusos y hambre.

También vi a niños de padres divorciados o separados. A algunos les fue bien, a otros no tanto. Y vi algunos de padres «anticuados» que seguían casados. Muchos de ellos, en todos los grupos, me dieron lecciones de vida.

Pero el grupo de niños que más me gustaba era el de los que habían sobrevivido a pesar de todas las desgracias que habían tenido en su vida.

No me preocupa el futuro de nuestro gran país, ni del mundo, porque la próxima gran generación se está poniendo el uniforme.

Dr. Parnell Donahue, Tennessee


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