Opinión
Peor que el Síndrome del Trastorno de Trump, los demócratas padecen del Síndrome de Trastorno Racial (RDS)—un deseo de encontrar racismo debajo de cada piedra y en cada madriguera.
Los casos más recientes son innumerables. Uno particularmente divertido proviene de su candidato presidencial Joe Biden, quien le dijo a una audiencia (notablemente escasa) mayoritariamente negra en Kenosha, Wisconsin, que la bombilla no fue inventada por Thomas Edison sino por un afroamericano, Lewis Latimer.
Es difícil saber de dónde obtiene su información Biden—quien plagió en la facultad de derecho y muchas veces después y ahora tiene, digamos, problemas—pero esto habría sido una novedad para el propio Latimer, un hombre brillante con una historia inspiradora que resulta ser el autor de «Incandescent Electric Lightning: A Practical Description of the Edison System» («Iluminación eléctrica incandescente: una descripción práctica del sistema Edison«). [yo le puse la cursiva]
Más significativo aún y menos risible, una élite de los demócratas de extrema izquierda liderada por la senadora Elizabeth Warren (D-Mass.) y las miembros de la Cámara Barbara Lee (D-Calif.) y Ayanna Pressley (D-Mass.) con el apoyo en coro de los senadores Mazie Hirono (D-Hawaii), Ed Markey (D-Mass.), Jeff Merkley (D-Ore.) y Tina Smith (D-Minn.) han iniciado una legislación que declara el racismo como una «crisis de salud pública».
Si esto es cierto—y no lo es; es una crisis de motivación política—la “carga viral” que transmite esta enfermedad en particular proviene directamente de esos mismos demócratas y su claque mediático. Todos debieron haber usado mascarillas.
Las primeras esporas de esta enfermedad aparecieron durante la administración Obama luego de que un hombre negro fuera elegido presidente por una abrumadora mayoría de estadounidenses supuestamente «racistas» no una vez, sino dos veces.
Al principio, el poder de la acusación sobre el racismo parecía estar menguando. Mucha gente se estaba olvidando de la raza y se trataba con normalidad e igualdad, como el reconocido actor afroamericano Morgan Freeman una vez prescribió (2006) como la solución al racismo en «Sixty Minutes».
Sin protestas interminables, sin celebraciones prevaricadas de opresión al estilo del reciente “Proyecto 1619” del New York Times, simplemente existencia ordinaria. La mejor manera de acabar con el racismo, dijo Freeman entonces, era «dejar de hablar de eso». «Llámame Morgan», continuó, «y yo te llamaré Mike». (Mike Wallace era su entrevistador).
Aunque no podría haber tenido más razón, los mismos de siempre presionaron a Freeman para que se retractara de su declaración. Y a lo largo de las administraciones de Obama se adoptó el enfoque opuesto.
Se habló incesantemente sobre el racismo desde las disputas más menores, como la disputa del profesor de Harvard Henry Lous Gates Jr con un policía de Boston hasta los disturbios de Ferguson que engendraron la mentira de «Hands up. Don’t shoot» (“Manos arriba. No dispare”), la cual perdura hasta el día de hoy, repetida por los manifestantes de Black Lives Matter hasta el infinito. Había que mantener vivo el racismo.
Así que aquí estamos en la era de BLM, Antifa y la «teoría crítica de la raza», esa fuerza de importación europea pseudointelectual se alimentó en los cerebros de los estudiantes de segundo año de Yale por más o menos USD 70,000 por año, una «teoría» particularmente peligrosa que, llevada a cabo en la vida real, ha alborotado a la mayoría de nuestras ciudades, ha destruido a las tiendas y los negocios, ha matado a nuestros ciudadanos los unos a los otros en donde los blancos fueron declarados racistas porque son blancos. En palabras de Lady Gaga, ellos nacen de esa forma.
Todo es culpa de la Ilustración, o algo así. O, hablando de la tontería pseudointelectual y académica coma «racismo sistémico».
Y ahora tenemos una «crisis de salud» racial, al igual que tenemos una «crisis de salud» del aborto, pero como la supuesta crisis del aborto, esta es casi siempre una cuestión de moralidad, no de salud. La vida y los valores se han puesto patas arriba. Una vez más, el racismo debe preservarse a toda costa.
La situación nunca pareció más desesperanzadora.
Excepto por algo bastante interesante. La comunidad afroamericana puede estar harta de esto, y también debería estarlo. Todos sufrimos por esta locura, como quitar fondos a la policía, pero ellos sobre todo.
Las estrellas de la NBA pueden llevar camisetas de Black Lives Matter, pero el hombre negro menos afortunado y que no es multimillonario, tiene más que perder. Así como también un número creciente de otros afroamericanos normales, muchos de los cuales aparecieron en la Convención Republicana.
Y he aquí, apareció una encuesta reciente en la que Donald Trump recibió un índice de aprobación del 45 por ciento de los afroamericanos—una enorme y prácticamente inaudita aprobación para un republicano.
Sí, esta es una encuesta de Rasmussen (léase: un republicano), pero Rasmussen estuvo entre los encuestadores más precisos en 2016. Él tiene una reputación que proteger, a pesar de cualquier sesgo que pueda tener.
Si se cumple algo incluso cercano a estas cifras de la encuesta, los afroamericanos serán en parte responsables de la victoria de Trump en noviembre, pero posiblemente, lo que es más importante, tendrán la capacidad de cambiar el espíritu enojado de la época que domina los Estados Unidos en la actualidad.
Ellos, nuestra población negra, podrían poner Black Lives Matter (mayúsculas) nuevamente en minúsculas donde pertenece, junto con todas las vidas que importan.
Esto honraría sobre todo al Dr. King, cuyo deseo de que todos seamos juzgados por nuestro carácter, no por el color de nuestra piel, está siendo pisoteado actualmente por la izquierda.
Roger L. Simon es un autor galardonado, guionista nominado al Oscar y cofundador de PJ Media. Ahora es columnista de The Epoch Times. Encuéntrelo en Parler y Twitter @rogerlsimon. Compre sus libros en Amazon.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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