Mi anciana tía usa palabras de amor para describir el menú de hoy. Ella es una cocinera a la que le gusta comer y usa todos los ingredientes que engordan y que pueda encontrar en la alacena para que todo tenga mejor gusto, más dulce y con más mantequilla. Ya no puede caminar por los kilos de más que acumuló desde la caída del comunismo en 1989, pero no puede parar de comprar comida. La mayoría de su pensión la gasta en comida, medicina y la renta.
El modo supervivencia que se grabó en su cerebro durante 45 años de comunismo es imposible de borrar. La gente acaparaba comida todos los días porque nunca se sabía cuándo habría un racionamiento más severo o si habría escasez y entonces sería difícil o imposible encontrar comida.
Las mujeres llevaban efectivo de más y bolsas expansibles para las compras por si entregaban algo en los mercados. Se daban cuenta por las largas filas que se formaban fuera, que daban vuelta la manzana, que se estaba entregando algún producto de necesidad. La gente rogaba comprarlo, empujando e insultándose en la fila y apartando a los que se querían adelantar.
A menudo había peleas porque nunca había suficiente y muchos en la fila se quedaban sin nada cuando se acababa la comida. Los que podían comprar, volvían con el rostro satisfecho como si hubieran ganado un trofeo: podían mantener a sus familias un día más.
Pero siempre pasábamos hambre.
A los niños se les enseñaba paciencia y obediencia desde muy pequeños, al tener que esperar en interminables filas con sus mamás. Los papás a veces se unían, pero las compras eran usualmente tarea de las mujeres.
El aceite de girasol era difícil de conseguir, y las mujeres se conformaban con aceite de colza, más denso. El azúcar era moreno y grueso, con cristales sucios. El arroz estaba lleno de tierra y piedritas; teníamos que lavarlo y sacarle las piedritas. Los cubos de azúcar blanca se producían para el té pero eran difíciles de conseguir. Eran un lujo; la gente a la que le gustaba lo dulce los comía como postre.
Las alacenas tenía harina extra, las polillas blancas salían de los paquetes cuando los abrían. El pan era el alimento básico: las familias consumían un bollo por día para llenar el vacío de todo lo demás.
Las mujeres llevaban un librito de cupones de racionamiento que parecían estampillas. Cuando se acababan, incluso si tenías dinero para comprar la comida, las tiendas no te vendían.
Los vendedores en el mercado negro lucraban con comida robada de sus lugares de trabajo o intercambiada con otros. Cuando el pueblo no es propietario de nada, a nadie realmente le importa qué se roba porque no es realmente de ellos; le pertenece a los caprichos del Partido Comunista.
A no ser que tengan graves enfermedades hormonales, los rumanos eran muy flacos e incluso demacrados bajo el comunismo. Los occidentales bromeaban que las mujeres eran hermosas porque hacían la dieta Ceausescu. El querido líder incluso decretó decirles a la gente exactamente cuánta comida y calorías podían consumir por día y cuánto debían pesar. Quizá sea difícil para las mujeres estadounidenses ver esto como algo malo, por lo obsesionadas que están con perder peso.
Luego de vivir 20 años bajo la dieta forzada del comunismo, me cansé de la sopa agria de verdura, repollo, arroz, té, pan, manteca y mermelada de ciruela. A menudo veía a los americanos con grandes platos de carne y verduras, un plato así es como la comida que mi familia tenía para una semana entera.
El plato favorito de papá era una sopa hecha de hojas de ortiga. La ortiga crecía mucho en el bosque. Mamá se lastimaba las manos juntando la planta. Cuando la arrancaba con las manos desnudas, los pelitos en las hojas eran como agujas hipodérmicas que le inyectaban histaminas y le daban una incómoda sensación de picazón al contacto. Un pequeño precio a pagar para tener algo que comer.
Cuando se nos acababa todo, el abuelo nos rescataba de la inanición pedaleando más de 8 km desde su pueblo a nuestro departamento para traernos pollo, unos huevos, mantequilla y queso.
Hasta una papa arrugada era bienvenida cuando regresábamos de la escuela para almorzar. Al menos podía hervirla y comerla con sal, o freírla si teníamos aceite. Las escuelas comunistas no tenían comedores y no nos alimentaban gratis, ni transportaban a los niños hacia o desde la escuela.
La mayoría de los estadounidenses hoy no entienden lo que es pasar hambre o esperar en una fila por comida y regresar a casa con el estómago rugiendo después de oler pan recién horneado. Las generaciones jóvenes están muy lejos de la Gran Depresión y las cocinas de sopa de la administración de Herbert Hoover (1929-1933).
Siempre les advertí a mis estudiantes que llevaban la camisa del Che Guevara expresando su amor por el comunismo. Tengan cuidado de lo que desean, porque la realidad puede ser bastante diferente a la versión idealizada que los maestros describen sin tener idea; ellos nunca han vivido ni un día bajo las botas del comunismo.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no necesariamente reflejan la posición de La Gran Época.
Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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