Relatores de la verdad: la ferviente invitación de Henri Amiel a conversar con Dios

Por RAYMOND BEEGLE
15 de julio de 2021 12:10 AM Actualizado: 15 de julio de 2021 12:13 AM

¿Hasta dónde pueden llegar las palabras? Mientras celebridades como Victor Hugo, Henry James, George Meredith y Fyodor Dostoyevsky disparaban sus andanadas de prosa al mundo, un desconocido profesor suizo, Henri Amiel (1821-1881), se sentaba en su tranquila habitación y escribía: «En las cuestiones importantes de la vida siempre estamos solos. Nuestros pensamientos más profundos no pueden ser comprendidos por los demás. La mejor parte del drama que se desarrolla en el fondo de nuestras almas es un monólogo, o, mejor dicho, una conversación muy sincera entre Dios, nuestra conciencia y nosotros mismos».

Esta conversación muy sincera, muy bella, que se aproxima a los confines más remotos de la palabra y de la razón, la pone a nuestra disposición a través de su obra «Diario de Amiel: El diario íntimo de Henri Frédéric Amiel», que no estaba destinado a los ojos del mundo. Documenta la evolución del escritor como ser humano desde sus 26 años hasta su muerte a los 59.

Poco después de su fallecimiento, unos amigos cercanos publicaron una versión abreviada de 600 y pico páginas, extraídas de un impresionante manuscrito de 17,000 páginas. En un principio, la obra arrasó en Europa y fue celebrada en los más altos círculos intelectuales, traducida a las principales lenguas, comentada, escrita y discutida, hasta que pasó bruscamente de moda y cayó prácticamente en el olvido algunas décadas después.

Este libro asombró a las altas esferas europeas cuando se hizo público.

Sus primeras líneas contienen una confesión: «¡No soy libre! Me falta la fuerza para cumplir mi voluntad». Su voluntad, en este caso, era la de hacer una crónica y ordenar sus pensamientos. La disciplina podía ser difícil, ya que a veces hay largos lapsos entre sus anotaciones, pero Amiel ciertamente no falló en la persistencia. Despacio, con paciencia, describe el mundo exterior en el que se movía, y revela también un maravilloso mundo interior, lleno de asombro, compasión, amor a la verdad y, sobre todo, un ardiente amor a ese gran misterio al que rezaba y al que llamaba Dios.

El mundo exterior

La sociedad europea tradicional de la época de Amiel era, como lo había sido durante siglos, un escenario de conflictos, lucha de clases e injusticia, a pesar de su fachada de prosperidad y orden. Los escritores anteriores que más admiraba la condenaban. Blaise Pascal (1623-1662) arremetió contra ella en los «Pensees». Nos pidió que «miráramos a nuestro alrededor. ¿Qué piensa la gente del mundo? Piensan en la riqueza y el poder; pero no piensan en absoluto en lo que es ser humano». Immanuel Kant (1724-1804) se preguntaba: «¿Cómo puede la gente ser feliz si no está educada para tener una moral elevada?».

Amiel pensaba que solo se necesitaba una cosa: «ser lo que debemos ser, cumplir nuestra misión y nuestra obra. Tenemos en nosotros mismos un oráculo que siempre está esperando, la conciencia, que no es otra cosa que Dios en nosotros». La verdad de esta observación es quizá algo a lo que podemos aferrarnos hoy. Seguramente, el único bien que cualquiera de nosotros puede realizar proviene de nuestra propia mente y corazón, de nuestro conocimiento de nosotros mismos. El hecho de que pueda influir en unas pocas personas o en una multitud, no es asunto nuestro.

El mundo interior

Amiel fue más gentil que Pascal y Kant, eligiendo esperar cosas mejores a través de las generaciones futuras, especialmente de los niños: «nuevas llegadas de inocencia y pureza, que luchan contra el fin de la humanidad y contra nuestra naturaleza malograda, y contra nuestra completa inmersión en el pecado». También hay esperanza, y tal vez incluso consuelo, en que transmitamos la sabiduría recogida de los grandes videntes y, sobre todo, en que seamos un ejemplo, viviendo una vida justa y bondadosa.

Para combatir la naturaleza consentida y las mentiras de nuestro tiempo, tenemos un cierto recurso: decir la verdad nosotros mismos, especialmente a nosotros mismos. «Seamos veraces», escribió Amiel. «Este es el misterio de la retórica y de la virtud, este es el mayor misterio, este es el más alto logro del arte, y la mayor ley de la vida».

Nuestro modesto profesor suizo desafió la inmoralidad de su mundo intentando, como pudo, vivir él mismo una vida moral. «La civilización es ante todo una cosa moral. Sin la verdad, el respeto al deber, el amor al prójimo, la virtud, todo se destruye. Solo la moral de una sociedad es la base de una civilización».

Una escena del Libro del Apocalipsis en un fresco de la cúpula, 1733, por Paul Troger. Iglesia de la abadía, Altenburg, Baja Austria. (Wolfgang Sauber/CC BY-SA 4.0)

Se resistió al materialismo y la vanidad desenfrenados que lo rodeaban llevando una vida espiritual. A lo largo del diario, cita tanto la sabiduría de Oriente como la de Occidente. Los hombres santos de todas las naciones, de todas las épocas, coinciden en que el Reino de Dios yace dentro nuestro. Amiel escribió: «Siento intensamente que el hombre, en todo lo que hace o es capaz de hacer de bello, de grande, de bueno, no es más que el instrumento y el vehículo de algo o de alguien superior a él mismo. Este sentimiento es la religión. El hombre religioso observa con un estremecimiento de alegría sagrada los fenómenos de los que es intermediario, sin ser el origen de ellos».

El nacimiento de un alma

Es el alma individual —no el gobierno ni la sociedad— la que lleva a la humanidad a un lugar mejor. Es el trabajo interior el que cambia imperceptiblemente el mundo exterior. Amiel dice: «El proceso de la vida debería ser el nacimiento de un alma. Esta es la más alta alquimia, y esto justifica nuestra presencia en la tierra. Esta es nuestra vocación y nuestra virtud». Cuando el alma madura, da su propia cosecha milagrosa, la capacidad «de ver todas las cosas en Dios, de hacer de la propia vida un viaje hacia el ideal, de vivir con compostura y gratitud, dulzura y valor».

Tal forma de vida ha sido el trabajo silencioso y humilde de grandes y pequeños que se ha llevado a cabo con gusto, con paciencia, a lo largo de los siglos. Es la vivencia de la oración pronunciada de tantas maneras, en tantas lenguas, por todos los pueblos de todas las confesiones: «Venga tu reino». Será respondida en el tiempo de Dios.

Raymond Beegle ha tocado el piano en las principales salas de concierto de Estados Unidos, Europa y Sudamérica; ha escrito para The Opera Quarterly, Classical Voice, Fanfare Magazine, Classic Record Collector (Reino Unido) y The New York Observer. Beegle ha formado parte del profesorado de la State University of New York-Stony Brook, la Music Academy of the West y el American Institute of Musical Studies de Graz (Austria). Ha enseñado en la sección de música de cámara de la Manhattan School of Music durante los últimos 28 años.


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