Ni siete maletas a cuestas ni 28 días de «horrible» confinamiento en albergues frenaron la voluntad de Vanessa de regresar a su Venezuela, país del que se fue huyendo de la crisis económica en 2019 y al que le tocó volver empujada por el virus del PCCh (Partido Comunista Chino), comúnmente conocido como nuevo coronavirus, una pandemia que trajo otra ruina a su familia.
La mujer de 37 años rememora desde su hogar, en una zona alpina de la barriada caraqueña de Catia, la odisea de volver desde la ciudad colombiana de Cúcuta, una tarea que completó junto a su marido, Rafael, y al hijo de ambos, Israel, de siete años.
Volver como sea
Sentada junto a su pareja, Vanessa cuenta a Efe que decidieron volver porque llevaban más de un mes sin obtener ingresos debido al cierre de las empresas en el Norte de Santander (noreste), el departamento colombiano en el que vivían, que limita con el estado venezolano de Táchira.
Así hasta que el 13 de abril rompieron la cuarentena y salieron rumbo a Venezuela con 10 maletas -siete que llevaría ella, las dos más grandes Rafael y una proporcional el pequeño Israel-, sabiendo que la frontera estaba cerrada, que escaseaban las unidades de transporte y que los peligros eran reales.
«Nos tocó pasar por las trochas (pasos ilegales) y pagar», dice. Esa transacción no siempre se completó con dinero pues, explica, los grupos irregulares, a veces armados, que operan en la zona fronteriza aceptan dispositivos móviles o alimentos como forma de pago, y así pudieron pasar, entregando la comida que tenían.
«Esa fue una de las partes más duras. Uno entra ahí, no sabes qué te espera, qué está allí adelante (…) en ese momento uno está a merced de ellos», de supuestos guerrilleros, apostilla Rafael, de 55 años.
El «caos» del albergue
Apenas recuperaban el aliento después de haber pasado ríos y senderos desconocidos cuando fueron trasladados por militares venezolanos hacia una terminal terrestre, donde atravesaron un túnel de desinfección, les hicieron la primera de siete pruebas por COVID-19 y los encerraron junto a otro millar de retornados.
Colchonetas sobre el asfalto, horas de espera en colas para entrar al baño, agua aparentemente no apta para el consumo humano y comida que no alcanzaba para todos, son algunos de los signos de ese «caos» que hoy Rafael recuerda aliviado desde su casa, en la capital venezolana.
Fueron siete días «horribles» en los que incluso llovió y no todos los acogidos tenían un techo sobre sus cabezas, asegura.
Estas peripecias se atenuaron al octavo día, cuando Vanessa y su familia fueron llevados hasta un aula de clases de una institución militar transformada en refugio, en la que pasaron otra semana de evaluaciones médicas, pero con mejores condiciones alimenticias y de confort.
La tercera cuarentena
Luego, un viaje de 26 horas por tierra para llegar a Caracas. Durante el periplo, los retornados se encontraron con la solidaridad de quienes les regalaron frutas para el largo trayecto y con el rechazo de otros de sus paisanos que les gritaban «enfermos».
Hasta llegar a la capital, no supieron que les esperaba una tercera cuarentena, esta vez de 14 días, antes de que el régimen autorizase la vuelta a sus hogares.
Con más inercia que sorpresa, Vanessa fue encerrada en una habitación de hotel junto a su marido, su hijo y la pensionista Marisol Carrero, de 61 años, quien los acompañó en toda la aventura de regreso y quien también reside en Catia.
Las remembranzas de la sexagenaria son menos críticas pero coinciden con casi la totalidad de los recuerdos expuestos por sus compañeros de habitación.
«La mayoría se venían porque los estaban sacando de los alquileres (en Colombia), que se estaban muriendo de hambre», cuenta la mujer sobre el resto de la camada, los que también se arriesgaron a cruzar la frontera por caminos ilegales y a merced de grupos irregulares.
El punto de partida
«Lo primero que hicimos fue soltar los bolsos y llorar. Llorar mucho, mucho, mucho», dice y vuelve a llorar, Vanessa, que hace menos de 100 horas está de vuelta en su casa. Atrás quedó la ilusión de buscar «una mejor calidad de vida» en otras tierras junto a su familia. Ahora celebra la tranquilidad de estar en su hogar.
«Duramos 28 días para llegar a nuestra casa, lo marqué en una mata», dice Rafael, también conmovido.
Ambos dejaron sus empleos en Venezuela en 2019 porque no les aportaban dinero suficiente ni para comer y, ahora, de regreso, están preocupados porque están desempleados y no tienen cómo hacer frente a «los precios», que solo en abril aumentaron 80 %, según estimaciones del Parlamento venezolano.
La misma idea carcome la mente de Marisol, que con solo una pensión de cuatro dólares mensuales no podrá cubrir ni el 1 % de la canasta alimentaria.
La vuelta a la patria
De los cinco millones de venezolanos que han abandonado su país en el último sexenio, cerca de 30.000 decidieron volver en medio de la pandemia, según cifras oficiales. Dos tercios de ese total lo ha hecho a través de Táchira, donde Vanessa, Rafael, Marisol y el pequeño Israel pasaron la prueba.
El régimen de Maduro ha resgistrado 423 casos de COVID-19, 55 de los cuales provienen de Colombia, y ha contabilizado 10 fallecidos desde marzo, cuando se detectó el primer contagiado, lo que dio paso a un confinamiento general de la población.
Entre las numerosas historias de cuarentena, los retornados se quedan por ahora con una de las más difíciles: un presente complejo y un futuro incierto.
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