Uno de mis Fundadores de Estados Unidos favoritos es John Adams. En mi opinión, no solo fue el más brillante de los Fundadores, desde el punto de vista intelectual, sino también el más perspicaz. Tenía un gran conocimiento y una gran sabiduría. No miraba el mundo con gafas de color de rosa. Y, sin embargo, no era cínico, a pesar de tener razones comprensibles para serlo.
Adams era muy culto, sobre todo en historia. Dominaba varios idiomas, en especial el latín, y podía leer los clásicos griegos y romanos en sus lenguas originales. A la hora de enfrentar los retos necesariamente asociados al establecimiento de la independencia de un país y a la creación de sus instituciones fundacionales, siempre recurría a la historia como guía, y podía citar muchos ejemplos de múltiples naciones para emularlos o evitarlos.
Pero una de las cosas que más me atrajo de él fue la forma en que le escribía a sus hijos, en particular a su hijo mayor, John Quincy Adams, que se convirtió en congresista, secretario de Estado y presidente de Estados Unidos (entre otras cosas). Adams llevó a John Quincy con él cuando viajó a Europa como ministro de Estados Unidos en Francia en 1778. Las razones fueron quizás mejor expresadas por su madre, Abigail Adams, en una de sus primeras cartas al niño de 10 años a su llegada a París: «Mejora tu entendimiento para adquirir conocimientos útiles y virtudes, que te convertirán en un ornamento para la sociedad, un honor para tu país y una bendición para tus padres». Hacer parte de la familia Adams significaba que el servicio público era casi un hecho.
Una de mis cartas favoritas de Adams a su hijo fue escrita en 1782. El padre estaba en Ámsterdam y el hijo en San Petersburgo, trabajando como secretario del embajador estadounidense en Rusia. Adams elogió primero a su hijo en asuntos más prácticos:
«Me complace que aprendas alemán por muchas razones, y principalmente porque me han dicho que la ciencia y la literatura florecen actualmente en Alemania más que en ningún otro lugar. Una variedad de idiomas no te hará daño, a menos que adquieras el hábito de atender más a las palabras que a las cosas».
Para Adams era importante procurar que su hijo fuera políglota, ya que no solo le permitiría ser un mejor diplomático, sino un mejor lector de textos clásicos, la fuente preeminente de su educación y la de muchos de los Fundadores. Pero, como le recalcó a John Quincy, el propósito del lenguaje es describir las cosas y, por tanto, comprender mejor la realidad, y ese iba a ser su objetivo.
Pero en el segundo (y último) párrafo está el verdadero tesoro:
«Pero sobre todas las cosas, mi querido muchacho, conserva tu inocencia y una conciencia pura. Tu moral es más importante, tanto para ti como para el mundo, que todas las lenguas y todas las ciencias. La más mínima mancha en tu carácter hará más daño a tu felicidad que todos los logros te harán bien».
Aquí tenemos la esencia de John Adams en su comprensión de la primacía de lo moral sobre lo práctico y lo conveniente. Así como sabía que una república libre requería una base moral para sobrevivir, también sabía que la misma verdad se aplicaba a los individuos. De hecho, en numerosos lugares, tanto él como Abigail enseñaron a John Quincy que no solo la moral era esencial para la felicidad, sino que él sería responsable ante Dios de su comportamiento en esta vida.
De hecho, cualquiera que se dedique a reflexionar sobre sí mismo sabe que esto es cierto. Como dijo Benjamín Franklin en la edición de 1741 del Almanaque del Pobre Ricardo, «una buena conciencia es una Navidad continua». Hacer lo que sabemos que es correcto es esencial para un sano sentido de autoestima y confianza. Una conciencia dividida es un camino hacia la inseguridad, la angustia y una profunda infelicidad. A pesar de nuestra lucha por lograrlo, estamos programados para buscar el bien.
Y qué lección debemos tener en cuenta todos nosotros, especialmente en una época en la que nuestro sistema educativo se ha visto superado por una visión tecnológica y económica, como si el objetivo principal y esencial de la formación fuera hacer que los niños sean meramente productivos desde el punto de vista económico, en lugar de formarlos en la virtud. No resulta extraño que la depresión y la ansiedad alcancen niveles récord entre los jóvenes.
Pero como John Adams sabía —y como enseñó a su hijo en este, uno de sus mejores consejos paternos— los valores son mucho más importantes para la felicidad que la productividad, tanto en esta vida como en la siguiente.
Joshua Charles es un antiguo redactor de discursos de la Casa Blanca para el vicepresidente Mike Pence, autor del libro más vendido del New York Times, historiador, redactor/escritor y orador público. Ha sido asesor histórico de varios documentales y ha publicado libros sobre temas que van desde los Padres Fundadores, hasta Israel, pasando por el papel de la fe en la historia de Estados Unidos y el impacto de la Biblia en la civilización humana. Fue el editor principal y desarrollador del concepto de la «Biblia de Impacto Global», publicada por el Museo de la Biblia con sede en Washington en 2017, y es un académico afiliado al Centro de Descubrimiento de la Fe y la Libertad en Filadelfia. Es becario de Tikvah y Philos y ha dado conferencias por todo Estados Unidos sobre temas como historia, política, fe y la visión del mundo. Es concertista de piano y tiene un máster en Gobierno y una licenciatura en Derecho. Sígalo en Twitter @JoshuaTCharles o consulte JoshuaTCharles.com.
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