Opinión
Alguna vez el presidente José López Portillo suspendió la publicidad oficial en ciertos medios alegando: “No pago para que me peguen”. Eran los tiempos en que todavía existía el esplendor y poderío de un régimen que Mario Vargas Llosa bautizó como la “dictadura perfecta”, porque se renovaba cada seis años y aparentaba ser una democracia.
El Estado y el gobierno —dos entidades juntas pero distintas— se fusionaban en la persona de un presidente que podía gobernar como un monarca. Los atisbos de disidencia o crítica pública podían ser acallados así en forma no directa —lo que también sucedía—, sino de manera indirecta al quitar la publicidad oficial a los medios que se atrevieran a ejercer o permitir esa disidencia o crítica.
En la medida que el sistema se modernizó y empezó a existir una diferenciación entre Estado y Gobierno, fue posible ir acotando poco a poco la sobrecarga de la figura del presidente, cuyo culto a la personalidad era semejante al propio de los países comunistas o dictatoriales.
Y es que la hegemonía de un partido era invasiva. Por eso Octavio Paz le llamó Plural a una revista cultural, para promover la idea de la diversidad en las ideas, en la cultura y la política, y no la uniformidad exigida como contraparte a la vigencia de un partido prácticamente único con su monarca sexenal
Esa liberación de los medios se podía observar con que se mantenía el pago de la publicidad oficial y, paulatinamente, se abría la posibilidad de la crítica y de la disidencia, incluso los propios medios oficiales comenzaban a estar abiertos.
El gran problema en gran medida seguía siendo la debilidad del mercado y la dependencia de los medios respecto del Estado, pero ya se podía respirar más libremente en los distintos espacios y eso era propio de una democracia que, por lo pronto, en lo electoral, era ya más plena al haber control ciudadano en los resultados del proceso.
La juventud actual no conoce lo que era ese sistema de partido hegemónico casi único, esa dictadura perfecta contra la que luchamos los de mi generación a costa de mucho, incluyendo a veces la equivocación en los métodos. Y quizás por eso esta juventud no valora los cambios que fue produciendo luego la transición democrática.
Vinieron las redes sociales y ahora el fenómeno de la comunicación pública es más complejo. Pareciera que la posibilidad de que exista una conversación pública podía liberar todavía más el ambiente y que era posible también, como expresión democrática, un debate público, depurado, rico, efectivo.
Estos son los antecedentes para intentar una respuesta a si está descompuesto el debate público mexicano. La respuesta es afirmativa. Lo que se había logrado en términos de que el poder político se limitara y el propio presidente tuviera una mayor acotación, se pudo vivir por última vez en el sexenio pasado con el presidente Enrique Peña, pero eso no ha sucedido ahora, no hubo continuidad, sino retroceso, algo grave que todavía no se está entendiendo en todas sus consecuencias.
Los espacios gubernamentales en los medios, tales como los canales televisivos 11 y 22 que se habían convertido en plurales, son ahora canales oficiales, incluso canales partidistas, dedicados a hostigar a los opositores del gobierno. Con fondos públicos se subsidia totalmente a un periódico nacional dedicado casi exclusivamente a exaltar al presidente pero, sobre todo, se mantiene un costoso programa televisivo diario del propio presidente, orientado a controlar la agenda pública, a denostar a adversarios, no solo personas, sino incluso clases sociales enteras, como la clase media, a la que desde la investidura presidencial se le ha insultado y se predica despreciarla.
Pero el fenómeno de las redes sociales criticado por Umberto Eco porque permite que cualquiera pueda protagonizar la conversación pública, es bastante singular, porque por un lado es digno de celebrarse el florecimiento de medios y las posibilidades de múltiples expresiones, por otro debe señalarse la frivolidad o vulgaridad que luego se posiciona con los llamados influencer, o lo peor, el imperio de la propaganda a través de bots o cuentas falsas, que reducen el debate político, por ejemplo, al nivel del insulto o la degradación del contrario.
La influencia que ahora ha recobrado el presidente, donde la hegemonía de un partido político se ha sustituido por su propia hegemonía, al grado que sus opositores sostienen que la candidata oficial cuando habla de continuidad se refiere a la continuidad de este presidente hegemónico, es algo que nos retrae a otros tiempos mexicanos, pero con una agudeza distinta.
Por lo pronto, se puede decir que el debate público mexicano se ha degradado y que desde el poder hay una gran responsabilidad en ello. También los opositores pueden ser señalados que no han tenido capacidad para romper este nuevo círculo vicioso, quizás por sus antiguos negativos y también por la sobrecarga de temas que termina por anular qué quieren o qué ofrecen.
El contagio en la conversación pública con la descalificación, el grito, el insulto, ha hecho que vivamos un debate público descompuesto, hay pocas ideas y aunque se agradece haya quienes las sostienen para informar o debatir o criticar, observamos que esto sucede en medio de un vacío, contradictoriamente un vacío escandaloso.
Es grave si además de lo que significa para el debate público esta realidad, se impone además, como parte de un fenómeno mundial, una codificación de anti valores que promueve un inquietante globalismo quien quiere que estos anti valores sean reconocidos como políticamente correctos, ya sea el aborto, el aceptar como mujeres a hombres sólo porque se piensan a sí mismos como mujeres y esto significa que pueden invadir los espacios de las verdaderas mujeres, ya sean los baños públicos, los deportes y los subsidios públicos, o inculcar a los niños una confusión sobre la realidad natural.
Como una última consecuencia de esto, se promueve ya no sólo el desprecio a quienes no compartimos o criticamos los antivalores, sino ahora se busca la censura total, incluso con penas legales contra quienes nos oponemos y creemos que la libertad humana no acepta la supremacía política, cultural, moral o jurídica de los antivalores.
Entre la degradación del debate público y el intento de supremacía de los antivalores, la lucha vuelve a estar en la defensa más tradicional: en el debate público se trata de rescatar la democracia, el diálogo y el respeto; frente a los anti valores que quieren imponerse, corresponde la defensa de los valores
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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