Mercedes, Enrique y Argelia no se conocieron en vida pero sus entierros coinciden el mismo día y a la misma hora en un terreno auxiliar al cementerio de Valle de Chalco, municipio mexicano que ha tenido que ampliarlo al quedarse sin espacio para fosas por la pandemia del virus del PCCh (Partido Comunista Chino), comúnmente conocido como nuevo coronavirus.
Una hectárea de tierra árida en las faldas del volcán Xico será el lugar de descanso de estos tres difuntos, uno al lado del otro, así como de los centenares que llegaron antes que ellos y que tienen algo en común: fallecieron este mes de mayo en plena crisis del coronavirus.
«El panteón se encontraba en una situación de emergencia, ya no había suficientes espacios, solo una pequeña reserva utilizada al principio de la contingencia. Por eso, se tomaron acciones para adquirir este predio y hacer frente a la pandemia», cuenta a Efe el responsable del lugar, Alfonso Carvallo.
Con una capacidad para 2500 fosas, el nuevo terreno ya acoge unos 250 fallecidos en el municipio durante las últimas semanas, de los cuales cerca de la mitad fueron confirmados o sospechosos de COVID-19.
A diferencia del cementerio original, que cumple con la fisonomía de los panteones mexicanos con desgastadas lápidas de colores atrevidos, en el terreno auxiliar las fosas se tapan con montículos de arena, una cruz y algunas flores. No hay tiempo para más adornos.
Valle de Chalco se enclava en el suroriente del área metropolitana de la Ciudad de México, el foco rojo de la pandemia. De los 9400 decesos de COVID-19 confirmados que ha habido en el país, 2100 han sido en la capital y 1500 en el vecino Estado de México.
Entierros simultáneos a pocos metros
La crisis sanitaria ha disparado la actividad en este camposanto. De 20 entierros por semana ahora se sepultan 80 personas cada siete días y no es de extrañar que coincidan varios funerales a la vez sin apenas separación entre unos y otros.
A Mercedes, Enrique y Argelia los despiden cada uno a su manera. La primera con una banda de música tradicional mexicana, el segundo con rezos y la tercera con estruendosos cohetes.
Los dos hijos de Mercedes se aferran al ataúd azul de su madre para no desprenderse de ella, mientras otros familiares se funden en abrazos. Hay quien lleva su tequila para pasar el mal trago y quien deposita cerveza junto a la fosa para que el difunto disfrute de la cebada en el más allá.
Las tres comitivas, cada una de unos 15 familiares con cubrebocas, están tan juntas que pareciera una misma ceremonia para maldecir al coronavirus.
Aun así, nadie pronuncia esta palabra. En las zonas más humildes de México, el COVID-19 está muy estigmatizado y por eso la mayoría en los tres sepelios dice no saber de qué falleció su difunto.
«Un problema de pulmones», es la definición más certera que pronuncia una mujer tras insistirle.
El incremento abrupto de entierros no se ha notado en el bolsillo del hombre que vende aguas en la entrada del cementerio ni de la banda de música que despide a los difuntos. «¿Sabes qué pasa? La gente que viene es muy pobre», comenta uno de los integrantes de Los Pitufos del Norte.
Y es que el virus ha golpeado con fuerza en los municipios pobres del oriente capitalino, donde el desconocimiento se suma a la necesidad de saltarse la cuarentena para subsistir.
Sin descanso para los enterradores
Mientras las familias de Mercedes, Enrique y Argelia siguen despidiéndose, Martiriano Medina cava otra fosa contigua, de dos metros de largo, 70 centímetros de ancho y dos metros de profundidad, sin más ayuda que una pala y un sombrero que lo protege del sol.
Aunque las autoridades recomiendan incinerar cuanto antes los fallecidos por COVID-19, las zonas más tradicionales se resisten a renunciar a la costumbre ancestral de llorar al cuerpo hasta la sepultura.
Para hacerlo posible, los enterradores del panteón cavan casi sin descanso y se organizan en grupo para sepultar los ataúdes que van llegando.
«El jefe de panteones se coordina con las funerarias y nos avisa: ‘Vienen tantos, apúrenle'», cuenta Martiriano con la cara desdibujada por el polvo desde el interior de la fosa que está cavando.
Para cada hoyo tarda entre 2,5 y 3 horas, depende de si tiene que sacar rocas del interior. Suele cavar dos fosas diarias y algunos días comienza una tercera, pero eso ya es demasiado cansado para este hombre que se ha acostumbrado a trabajar con la muerte.
«Se siente feo, sobre todo cuando hay niños, lloran y se pone uno en lugar de ellos. Es difícil pero estás ocupado, están llorando pero tienes que seguir trabajando», comenta antes de seguir cavando.
Y es que poco después llega Patricia para unirse a Mercedes, Enrique y Argelia.
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