Opinión
La actual inseguridad en México bien podría provocar —al aludir a nuestro país— se use la célebre y estremecedora sentencia en la entrada del Infierno de La Divina Comedia de Dante: “Quienes entran aquí abandonen toda esperanza”.
Y es que si bien las cifras de esta inseguridad, frías y alucinantes, alarman a algunos comentaristas, nutren con razón los artículos periodísticos, son parte del pleito de los políticos, al final la abstracción de las estadísticas termina siendo, sin que sea su motivo, una normalización de la violencia que se padece.
El presidente de la república exalta a veces en algunas de sus conferencias diarias: “ya bajaron dos puntos porcentuales los homicidios dolosos” y luego algún periodista le demuestra con las propias cifras oficiales que el porcentaje de asesinatos en realidad se ha incrementado como nunca.
La verdad esto no es el tema, aunque se ilustre con las cifras. Vivimos sumidos en una crisis semejante a la vivida en la Revolución mexicana sin que ningún impulso redentor, o cambio constitucional de fondo, o alimento del arte, se asocie a una violencia revolucionaria cuya reivindicación histórica siempre ha ocultado la realidad sucedida de los saqueos, las violaciones, las extorsiones, los crímenes, los colgados, la destrucción de pueblos, de haciendas productivas.
Todavía se exalta eso, pues acaba de inaugurarse una estatua de Pancho Villa en una avenida emblemática de la Ciudad de México; el nombre de este bandido que llegó a general, culpable de innumerables crímenes, está en letras de oro en una pared del Congreso como un prócer y es homenajeado por el gobierno y todos los papeles oficiales se ilustran con su figura.
Pero ahora, en un vértigo nihilista, estamos sumidos en un caos semejante a aquel que se vivió con la Revolución mexicana. Pero nada puede reivindicar esto, pareciera incluso haber un conformismo social mezclado con una disputa fívola por los números: tenemos los saqueos, las violaciones, las extorsiones, los crímenes, los colgados, la destrucción de pueblos, de entidades productivas, como una manifestación única y opresiva del mal, de la crueldad, del abuso, pero exactamente como un infierno, como una condena, como un sin sentido: abandonen toda esperanza.
Y es que, como lo demostré en otro artículo en The Epoch Times —“La crisis de seguridad en México: la tormenta perfecta”—, todos los presidentes contemporáneos —después del periodo que quiso inaugurar la modernización de México, algo con virtudes, fallas, riesgos y la intromisión del capitalismo de compadres, lo más antimoderno—, son responsables de decisiones que se acumularon y prohijaron —con la pasividad asumida ahora por nuestras autoridades— el infierno gradual en que se está convirtiendo México, donde la opresión criminal ya domina vastos territorios del país —más del 40 por ciento según el Pentágono— como muestra efectiva de que podemos en efecto ir abandonando la esperanza.
Se trata de la derrota del Estado mexicano que se encamina así a convertirse en un Estado fallido, y de los políticos de todos los colores y es también una expresión del conformismo social, porque se sabe de las víctimas y de los victimarios, se aceptan los desfiles triunfantes de las tropas criminales en algunas regiones y la mayoría espera que no le suceda nada y si acaso expresa su preocupación en las encuestas, pero se termina avalando finalmente el espectáculo de quienes representan en la próxima contienda electoral a la clase política mexicana. Ya lo vimos en las llamadas precampañas: qué importante resulta saber que una candidata es Premio Nobel sin serlo o que la otra cocina un buen pavo navideño.
Se dirá que era una etapa “sin propuestas”, pero no tuvieron capacidad de hacer definiciones y mucho menos definiciones estratégicas. Pero no nos preocupemos, ahora vendrá la etapa del alud de propuestas “transformadoras” u “opositoras”, la cascada de promesas, de buenas intenciones, de postulados inanes, de los lugares comunes, del intento de seducir con rollos a los votantes, de la mentira como publicidad, de la publicidad como mentira, de los rasguños disfrazados de polémicas, de los debates controlados por las reglas del INE hechas para aburrir al respetable.
Y los criminales se harán presentes, desde las sombras, en las próximas elecciones, para defender “sus” territorios concesionados y demostrar que ellos son, sin duda, los demonios que dominan este infierno. Porque con excepciones donde algún político realmente luche no por los pedazos del pastel sino por evitar que la esperanza muera realmente, lo que viene es una lucha del Dios Jano, los dos rostros de lo mismo.
Y es que cuando la desesperanza emerge, el pesimismo razona. Y este razonamiento se alimenta cuando se nos dice que la llamada estrategia de los “abrazos no balazos” va a continuar o nos van a presentar las propuestas hechas con los “especialistas” que llevan especializados en su especialidad estos especiales treinta años para especializarse sin que especialmente haya sucedido nada especial por parte de ellos.
Finalmente es el presidente Andrés Manuel López Obrador quien, unido a postulados que no tienen nada que ver como la tenebrosa ideología de género—, propone una reforma colateral para enfrentar —quizás sin razonarlo— la psicopatología social de nuestro infierno mexicano, al reivindicar la lucha contra la crueldad hacia los animales. Y si hubiera promovido al mismo tiempo la obligación del Estado mexicano para sustentar los comedores comunitarios en beneficio de los niños verdaderamente pobres, o los desayunos escolares, habríamos visto por lo menos una luz en beneficio de los más inocentes, que no merecen padecer ni la crueldad humana ni el hambre atroz.
En realidad el pleito de los políticos se observa únicamente como el pleito para gozar del poder y si le damos una idea a sus ambiciones, en un caso la “transformación” es la restauración de un pasado mitificado “estatista” contra el caso del otro lado que es una fuga hacia un futuro llamado nearshoring cuya abanderada “neoliberal” nunca explica a los mortales en qué consiste y cuál es el litigio.
La “transformación” restauradora no nos dice que en realidad ante el caos infernal que vivimos el presidencialismo mexicano está agotado y que una sociedad moderna no puede vivir bajo el imperio de un Tlatoani, y a quien supuestamente le correspondería proclamar en contra partida el “fin del presidencialismo” acompaña su idea de “cambio” con la lucha por restaurar en el poder a los mismos que lo perdieron porque acompañaron muy bien la ruta hacia el infierno.
La única “transformación”, el único “cambio”, sería una nueva Convención fiscal que genere la “restauración” del federalismo de una verdadera República, donde los recursos locales permitan la depuración y fortalecimiento de las corporaciones locales para desde ahí, con el apoyo federal cuando sea necesario, se proporcione la seguridad que requiere una sociedad civilizada.
Una vez un gobernador que llegó a presidente preguntó si Calderón iba a ganar la “guerra del narco”. Yo estaba en esa junta, le dije después de dos horas de escuchar las tonterías de los “especialistas”, que simplemente no, porque los criminales tenían una mejor estrategia: controlar las corporaciones locales para dominar los territorios. Esa era la realidad.
Cuando ese Gobernador llegó a Presidente el fenómeno había crecido, entonces propuse un programa de previsión social que terminó por desgracia como una oficina burocrática donde sólo se hicieron negocios. La tragedia de este país ha sido a mi parecer, que a la modernización económica —sintonizar nuestra economía que era cerrada, con el capitalismo global— no siguió la “reforma del poder” colosista, una reforma que podía haber terminado, como modernización política, con el asfixiante presidencialismo para avanzar hacia una verdadera República federal. Pero en la vida y en la historia, por desgracia, “el hubiera no existe”.
Mientras tanto para evitar el pánico que produce este infierno, somos un país de ojos cerrados aunque los criminales, los demonios encarnados, sean los verdaderos protagonistas y todos los días nos enteremos de su obra y disimulemos como sociedad el gran miedo que producen.
Somos, pues, presos de la falta de esperanza, pues nos están obligando a abandonarla aunque no lo queramos reconocer como sociedad. Y si no luchamos contra este infierno que nos hacen vivir, a partir de tener conciencia de ello, ya no se dirá, al modo de Nietzsche, que “Dios ha muerto”, sino en el infierno mexicano la frase que acompañará el “abandonen toda esperanza” será: “el Estado ha muerto”.
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Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor y no necesariamente reflejan las opiniones de The Epoch Times
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