Carta al editor
Nicolás Maduro llegó a un punto de no retorno, al igual que la crisis en Venezuela.
La historia comenzó hace muchos años, quizás cuando el joven sindicalista recibió formación política en Cuba, o durante las oscuras intrigas que rodearon la muerte de Hugo Chávez, que catapultaron a Maduro al sillón presidencial por el mismo método utilizado por los monarcas medievales y por Fidel y Raúl Castro: el rey saliente designa a su sucesor.
El enorme capital político que Chávez había obtenido ratificó el poder de Maduro en las primeras elecciones posteriores a Chávez; pero la derrota en las elecciones legislativas lo hizo tambalear: se dio cuenta de que nunca más ganaría una elección democrática. Así que reemplazó a los jueces de la Corte Suprema que no lo apoyaban, y luego comenzó a socavar a la Asamblea Nacional declarándola en desacato al tribunal y creando una falsa Asamblea Nacional Constituyente (ANC) para suplantar sus deberes legítimos, mientras perseguía vilmente a los políticos rivales, armaba a grupos de matones para aumentar sus fuerzas represivas y criminalizaba las protestas pacíficas de estudiantes y ciudadanos. Los muertos siempre estaban del lado del pueblo.
Más tarde, Maduro utilizó su absolutismo monárquico sobre los seis poderes del Estado venezolano (ejecutivo, judicial, electoral, militar y mediático, más la ANC, el nuevo poder legislativo que creó) para prepararse para las elecciones del 20 de mayo de 2018, en las que sus principales rivales estaban muertos, encarcelados, privados de sus derechos o expulsados de la función pública. Fue como correr los 100 metros en los Juegos Olímpicos después de eliminar al resto de rivales, matando a uno, descalificando a otro, acusando a otro de dopaje, etc., sobornando a los jueces y a la prensa, y luego eligiendo a una persona con discapacidad física como rival para que la competencia fuera válida. ¿Cómo podría perder?
Los opositores y muchos países le advirtieron que no reconocerían los resultados, pero Maduro se burló de ellos, hasta que vio que estaban hablando en serio. Unas 50 naciones ya no lo reconocen como presidente.
Mientras tanto, ignoró las serias dificultades económicas causadas al pueblo por su incompetencia y la destrucción del sistema productivo a través de las políticas de nacionalización heredadas de Chávez, la corrupción y el robo de fondos públicos, la caída de los precios del petróleo y los importantes gastos de la clase político-militar organizada desde La Habana.
Para terminar de venderle su alma al diablo, prohibió la entrada de ayuda humanitaria con toscos pretextos, intensificó la represión cometiendo presuntamente crímenes de lesa humanidad y multiplicó el terrorismo de Estado al privar a los legisladores de su inmunidad y torturar a los militares que dejaron de apoyarlo. Con estas acciones destruyó toda esperanza de una posible solución pacífica del conflicto.
Es ridículo hablar de diálogo en estas condiciones. Es un acto criminal negar una intervención humanitaria en base al principio de la responsabilidad de proteger. En Venezuela intervinieron innumerables partes: Cuba, Rusia, Irán, los capos del ELN colombiano y los terroristas de Hezbollah introducidos por la conexión de Tareck El Aissami. Los únicos que cada vez son menos en Venezuela son los mismos venezolanos: se estima que entre 3 y 4 millones han emigrado.
El gobierno tiene de su lado la corrupción; el contrabando de oro, moneda y drogas; y el fomento de la violencia y la represión. Esto contrasta con una población cada vez más empobrecida, con una escasez no solo de alimentos, medicinas y bienes de consumo (afectada por una inflación imparable), sino también con el colapso de la infraestructura y los servicios de agua, electricidad y salud pública.
Maduro cree que sigue gobernando, pero no puede. Más del 80 por ciento de la población cree que debe irse, la mayoría de los partidarios de Chávez lo acusan de traicionar a Chávez, los familiares de las víctimas piden justicia, cincuenta naciones lo ignoran, e incluso sus aliados le niegan el crédito. Su paranoia está justificada; muchos de los oficiales superiores del ejército lo abandonaron y sus colaboradores más cercanos conspiran a sus espaldas. Cada día que pasa su vida está en peligro y la ventana para escapar comienza a cerrarse. La inteligencia cubana ya comprendió que no pueden salvar a Maduro, pero sueñan con poder salvar a la Revolución Bolivariana. Seguramente ya tienen planes para poner en el poder a alguien en quien confían… solo que no se llama Maduro.
Roberto Camba Baldomar
Los puntos de vista expresados en este artículo son las opiniones del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de La Gran Época.
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