La mayoría de las mañanas, como un reloj, se podía encontrar a Art Ballard haciendo pesas.
Al menos cinco días a la semana, él solía conducir al gimnasio Foothill, donde golpeaba el saco de boxeo, montaba bicicleta estática y trabajaba sus abdominales. Después de unirse al gimnasio hace cinco años, bajó 20 libras, mejoró su equilibrio e hizo amigos.
A los 91 años, sigue siendo activo y no toma ningún medicamento más que Tylenol ocasionalmente para los dolores y molestias.
«Los doctores me aman», dijo.
Pero cuando California estableció una orden estatal de permanecer en casa a mediados de marzo, su ejercicio físico casi cotidiano y sus interacciones sociales terminaron abruptamente.
La salud de Ballard empezó a deteriorarse: Le dolía la espalda, tenía calambres en las piernas y le faltaba el aire. Como sucede en las personas mayores con demasiada frecuencia, también comenzó a sentirse aislado y deprimido.
«Estaba profundamente preocupado por mí mismo porque no tenía una rutina de ejercicios en casa», dijo.
El Centro Dornsife de Investigación Económica y Social de la Universidad del Sur de California llevó a cabo un análisis a finales de marzo, cuando la COVID-19 se dispersó en EE. UU., donde encontró que los adultos mayores de 60 años que vivían solos eran más propensos a manifestar ansiedad o depresión que los que vivían acompañados.
La combinación de la pandemia y las órdenes de cierre a nivel nacional pusieron a esta población ya vulnerable en un mayor riesgo, dijo Julie Zissimopoulos, codirectora del programa de envejecimiento y cognición en el Centro Leonard D. Schaeffer de Política de Salud y Economía de la USC. Las medidas de distanciamiento social han debilitado los sistemas de apoyo de los que dependen las personas mayores que viven solas para realizar actividades básicas, como ayuda para hacer compras de alimentos y transporte a las citas médicas.
«Hay un impacto enorme y desproporcionado en los adultos mayores con este virus y los resultados de salud», dijo Lisa Marsh Ryerson, presidenta de la Fundación AARP. «Durante este cierre, hemos tenido un creciente reconocimiento por parte de la salud pública y la comunidad de lo serio que puede ser cortar los lazos con nuestra comunidad».
Ballard, un joyero jubilado, vive solo en un apartamento de una habitación en Monrovia, una ciudad de unas 36,000 personas a unos 30 kilómetros al noreste del centro de Los Ángeles. Perdió a quien fue su esposa por más de 50 años, Dorothy, por la enfermedad de Alzheimer en 2015. Desde entonces, ha acogido su soledad y se ha deleitado con su recién descubierta soltería. Le gusta cocinar y probar recetas, escuchar música de los años 50 y ver videos de la Segunda Guerra Mundial en YouTube.
Tiene una novia que conoció por internet —una entrenadora de galgos jubilada que vive en Arkansas. Aún no se han conocido en persona.
Ballard sintió que podía manejar el aislamiento de la orden de encierro. No tuvo visitas durante la cuarentena, pero su hijo, Dan Ballard, lo controlaba por teléfono semanalmente.
Al principio, Ballard trató de mantenerse ocupado. Hacía sus compras temprano en la mañana y daba paseos por su vecindario. Pero después de un par de meses sin visitar el gimnasio, Ballard comenzó a sentirse triste y frustrado, y su salud empezó a decaer. Dependía más de su andador y a veces le costaba respirar.
«Mi novia estaba preocupada por cómo estaba pensando», dijo Ballard, que habla con ella por teléfono varias veces al día.
Para Ballard, un autoproclamado adicto al gimnasio, el Foothill Gym era un segundo hogar. Al igual que en la comedia de los 80 «Cheers», es un lugar donde todo el mundo sabe su nombre. No ir al «club», como él lo llama, estaba afectando su salud mental y física, así que decidió visitar a Brian Whelan, el dueño del pequeño gimnasio familiar, a finales de mayo.
«Entró, sin aliento, con un bastón», recordó Whelan. «No podía mantener la cabeza erguida y tardó cinco minutos en recuperar el aliento».
Whelan se sentía triste y enojado. «Todos aquí estaban casi llorando porque este hombre vibrante se había ido», dijo. Así que Whelan rompió las reglas. Invitó a Ballard a visitar el gimnasio incluso antes de re-abrirlo oficialmente al público.
«El negocio de los gimnasios es más que la salud física», dijo Whelan. «Es salud mental».
Ballard reanudó su amada rutina la última semana de mayo, teniendo el gimnasio para él solo.
«Todos los días durante los últimos dos meses, estuve triste», dijo Ballard el primer día de regreso. «Hoy me desperté y estaba feliz».
Día tras día, Ballard fue mejorando. «Ahora entra sin bastón, con la cabeza erguida y la chispa de sus ojos se hace más brillante», dijo Whelan.
El gimnasio reabrió el 15 de junio. A pesar de la amenaza de la COVID-19, Ballard regresó a hacer ejercicio seis días a la semana. Se requiere mascarilla para entrar al gimnasio, pero se la puede retirar mientras hace ejercicio.
Ballard no está preocupado. «Estoy 100 por ciento cómodo», dijo. «Usaré una mascarilla si me lo piden».
El hijo Dan dijo que le preocupa que su padre esté rodeado de gente, pero se da cuenta de los beneficios.
«El equilibrio es aterrador. Si deja de ir al gimnasio y no puede ver a nadie, sé que se va a deteriorar», dijo. «Al final, es una decisión de calidad de vida que debe tomar».
Ballard cree que no poder socializar fue una amenaza mayor para su salud que el riesgo de contraer el coronavirus.
«Descubrí lo importante que es mi rutina y el ejercicio», dijo Ballard. «Me devolvió la vida. Y solo va a mejorar».
Heidi de Marco es una reportera y productora de California Healthline. Esta historia fue producida por Kaiser Health News, que publica California Healthline, un servicio de la Fundación para el Cuidado de la Salud de California.
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