Comentario
En febrero de 1947, el presidente estadounidense Harry Truman decidió ayudar al gobierno griego en su lucha contra la insurgencia comunista. Le dijo al pueblo estadounidense que la guerra civil en Grecia era una prueba crítica de la capacidad de Estados Unidos para enfrentarse al comunismo internacional. Sin embargo, a pesar de su retórica anticomunista, ignoró en gran medida una amenaza comunista mucho más peligrosa: la que incluso entonces amenazaba al país más poblado de la tierra.
El Ejército Rojo del líder Mao Zedong estaba en marcha, pero el «estado profundo» de esa época aconsejó a Truman que no interviniera. Mao y sus seguidores no eran verdaderos comunistas, le dijeron los asesores del Departamento de Estado, sino simplemente «reformadores agrarios». Para cuando se dio cuenta de lo contrario, el gobierno de China Nacionalista, nuestro aliado de muchos años, había sido expulsado del continente. Se había creado una dictadura comunista, estrechamente aliada con la Unión Soviética.
Este fue solo el primero de muchos, muchos errores que Estados Unidos ha cometido al tratar con el régimen chino a lo largo de las décadas. Desde el reconocimiento de Jimmy Carter de la República Popular China en 1979 -virtualmente sin previas condiciones- hasta la promoción de la membresía de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC) concedida por Bill Clinton, la política de Estados Unidos y China ha sido impulsada por una extraña mezcla de ingenuidad y codicia. Ingenuidad por pensar como verdadera la disposición del Partido Comunista Chino (PCCh) de emprender reformas políticas y económicas, y codicia por las imaginarias fortunas que se harían en el gigantesco mercado chino.
En los últimos años, sin embargo, una amplia franja de estadounidenses ha llegado a comprender algunas verdades fundamentales sobre el régimen chino. El cierre de miles de fábricas en Estados Unidos y la pérdida de millones de puestos de trabajo en el sector manufacturero han empañado la imagen del coloso asiático. Es poco probable que el trabajador de una fábrica cuyo trabajo fue llevado a China, albergue sentimientos cálidos sobre el país cuyas prácticas depredadoras llevaron a su despido. La continua avalancha de informes sobre las múltiples violaciones de derechos humanos en el país asiático -entre las peores del mundo- también ha hecho su parte, fortaleciendo la antipatía hacia el régimen en ambos extremos del arco político.
Pero creo que el mayor impulso para la nueva claridad con la que los estadounidenses ven a China fue el propio presidente Trump, cuya dureza y franqueza han cristalizado en las mentes de muchos sus vagos sentimientos de inquietud por el comportamiento del gigante comunista.
El Centro de Investigaciones Pew comenzó a evaluar las actitudes estadounidenses hacia China en 2005, y descubrió que desde entonces fueron negativas. De hecho, alrededor del 60 por ciento del público estadounidense tiene ahora una impresión desfavorable de China. Es importante señalar que este cambio no fue una respuesta a un cambio de opinión de la élite, sino que en gran medida fue impulsada por ella. Las élites de Washington, ya sea las que trabajan en el Departamento de Estado, los grupos de expertos o los medios de comunicación de élite, han resistido en su mayor parte al intento de redefinir a China como una potencia hostil. Prefieren continuar su infructuoso «compromiso» con China en lugar de enfrentarse a ella, y retroceden horrorizados ante la idea de una nueva «Guerra Fría».
En otras palabras, el nuevo consenso sobre China ha surgido no por la opinión de la élite, sino a pesar de ella. En este sentido, constituye una especie de rebelión populista por parte de los estadounidenses corrientes contra la élite globalista, el «estado profundo», los formadores de opinión (o como se quiera llamar a los que se creen nuestros mejores intelectuales).
Fueron necesarias décadas para que los informes sobre los daños causados por el compromiso de las élites con China vuelvan a estar donde tienen que estar, pero la naturaleza del desafío del régimen chino -mucho más complejo y peligroso que el que planteó la Unión Soviética- es ahora por lo general reconocida. El resultado es un nuevo consenso -uno que ahora abarca a la mayoría de la población de ambos partidos, al establishment militar y a la mayoría de los elementos de los medios de comunicación principales y alternativos- que sostiene que el régimen chino constituye una amenaza existencial para Estados Unidos tanto en términos económicos como estratégicos.
En este nuevo consenso se reconoce que el haber hecho participar a China no la transformó fundamentalmente, como se prometió, en un país que respetara el estado de derecho, ni dentro de sus propias fronteras ni en el extranjero. Más bien, ve que la pasada política de Estados Unidos de conciliar a China dándole «un asiento en la mesa» ha fracasado, y que Estados Unidos necesita trabajar con sus aliados para contener la agresión económica y territorial de China, para hacerla responsable de sus graves violaciones de los derechos humanos y, al menos en lo que se refiere a las tecnologías críticas, desacoplar a las dos economías.
Incluso los globalistas como Fareed Zakaria, que retroceden ante la sola idea del «confinamiento» y la «desvinculación» en lo que respecta a China, admiten ahora que está dirigida por «un régimen represivo que practica políticas totalmente intransigentes, desde la prohibición de la libertad de expresión hasta la detención de minorías religiosas».
Esto, por supuesto, ni siquiera empieza a describir la pesadilla totalitaria de lo que representa la China de hoy. El régimen chino está muy ocupado en establecer una dictadura digital de alta tecnología que antes solo existía en las páginas de las novelas distópicas de ciencia ficción. El objetivo es vigilar a todos, todo el tiempo, y en tiempo real. Ya sea a través de cámaras de videovigilancia, escuchas electrónicas, tecnología de reconocimiento facial, escaneos de retina, inteligencia artificial, big data, etc., Beijing avanza día a día hacia ese objetivo. Uno puede esperar que estos métodos de control se exporten con el tiempo -con fines de lucro, por supuesto- a otros regímenes opresores de todo el mundo, como Venezuela.
La política exterior de Beijing es actualmente la amenaza global más importante para los intereses de Estados Unidos y, por su extensión, para el orden internacional basado en reglas que Estados Unidos creó después de 1945. El régimen chino sigue aumentando su gasto militar en dos dígitos cada año. Según las cifras publicadas, que sin duda subestiman el gasto real en defensa, China tiene ahora el segundo presupuesto militar más grande del mundo después de Estados Unidos.
Al mismo tiempo, con frecuencia recurre a medios no cinéticos para obligar a otros países a realizar sus objetivos, como imponer la prohibición de ser visitado por turistas chinos o denegar la exportación de tierras raras a países que critican sus políticas, o hostigando y sobornando a los líderes de países pobres para que acepten sus préstamos que en realidad son trampas de deuda disfrazadas. Los líderes comunistas de China son muy conscientes que apalancar de esta manera su poder económico para lograr fines políticos viola el orden internacional basado en reglas, sin embargo, mientras sus intereses se vean favorecidos, simplemente no les importa. Como dijo Deng Xiaoping, «No importa si un gato es blanco o negro mientras atrape ratones». El comportamiento del Partido Comunista Chino es realmente negro.
Las consecuencias internacionales de ignorar la creciente amenaza de China en las últimas décadas han sido enormes: la existencia continua y amenazante de una Corea del Norte con armas nucleares, la propagación de regímenes autoritarios en América Latina y África, la amenaza a la libertad de navegación en el Mar del Sur de China y en otros lugares, la continua amenaza a Hong Kong y Taiwán, y el debilitamiento de las instituciones internacionales.
Afortunadamente, ahora tenemos una administración en Washington que no solo reconoce el desafío que plantea el régimen chino, sino que está dispuesta a condenarlo por sus acciones dentro y fuera del país. Como dijo recientemente el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, en un discurso en el Instituto Hudson, «el Partido Comunista Chino es un partido marxista-leninista centrado en la lucha y la dominación internacional». Continuó diciendo que Estados Unidos y sus aliados deben mantener a China en «su propio lugar», lo que significa, por supuesto, mantener su polifacética travesura dentro de sus propias fronteras. Dada la actual expansión militar de China y sus ambiciones hegemónicas, la OTAN debería volver a concebirse como un baluarte no solo contra Rusia, sino también contra una China aún más amenazadora.
Con el poder y el propósito de Estados Unidos combinado con el de sus aliados y desplegado de manera enérgica, China se verá disuadida de participar en esos tipos de aventuras realizadas al abierto que podrían resultar en un conflicto. Contener al régimen chino de esta manera ayudará a garantizar que las contradicciones internas comunes a cualquier Estado totalitario se intensifiquen y conduzcan a su eventual caída. Esto no quiere decir que el Partido Comunista Chino se reformará a sí mismo. Más bien sostengo que el propio sistema político simplemente se desintegrará, de la misma manera que el sistema soviético se desintegró, dejando quizás en China una colección de unidades políticas de tamaño provincial.
El colapso dinástico ha ocurrido a menudo en la historia de China y no hay razón para pensar que no puede volver a ocurrir. Esto brindará una oportunidad para que las aspiraciones democráticas del pueblo chino -ya en plena exhibición en Taiwán y Hong Kong- lleguen al corazón de la propia China. Ya era hora.
Steven W. Mosher es el Presidente del Instituto de Investigación de Población y autor de «El Matón de Asia»: Por qué el sueño de China es la nueva amenaza para el orden mundial».
Los puntos de vista expresados en este artículo son las opiniones del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de The Epoch Times.
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